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El Valle de los Caídos, el último megalito

El Valle de los Caídos

Octavio Granado

Secretario de Estado de la Seguridad Social —

Parece que culminamos con la exhumación y la inhumación del general Franco uno de los capítulos finales de la Transición, caracterizado tal vez por la vuelta a una representación política relevante de los franquistas. Como sucede siempre que se abordan temas que tienen su origen en la Guerra Civil, la valoración de los hechos se realiza desde las posiciones de partida (ideológicas, confesionales, territoriales…) que caracterizaron al conflicto. Para las personas que se identifican simbólicamente con la preservación del statu quo, bien sea como indignados o como displicentes, es algo innecesario; quienes nos consideramos herederos ideológicos de la legalidad republicana asistimos a algo que nos hubiera gustado ver mucho antes; para la gente más joven es un motivo incesante de chanza (¿salimos el jueves?, distribuir la tumba en franquicias, etc).

Pero hay un aspecto de esta exhumación que creo que está pasando algo desapercibido, y es el del hecho de que Francisco Franco vuelve a la normalidad, a ser enterrado en un panteón familiar, y abandona el último megalito. Porque eso es el Valle de los Caídos. Después de miles de años de las primeras estructuras megalíticas, es el último gran monumento funerario. Esos megalitos que comienzan a construirse en el Neolítico y en el Calcolítico cuando el sedentarismo elimina el igualitarismo de los antiguos enterramientos colectivos y comienza a aflorar la desigualdad, que luego se explicitará en las pirámides y los mausoleos. El poder y la desigualdad probablemente estuvieron presentes en todas las sociedades humanas, pero el megalitismo convertía en espectaculares los ritos funerarios de los privilegiados, dando un testimonio perpetuo del homenajeado.

Como megalito, es un símbolo de cohesión social. Más de 30.000 tumbas, de combatientes de los dos bandos, muchas anónimas y difícilmente singularizables, integradas incluso en la estructura, sin que se pueda distinguir con facilidad dónde acaba la tumba y comienza el monumento. Levantado con el trabajo de los prisioneros del bando perdedor, y combinando el anonimato mayoritario de los allí depositados con la preeminencia de los dos grandes dirigentes de los vencedores, Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera, el Jefe del Estado y el doctrinario que inspiró la ideología del Movimiento Nacional.

El Valle supone un ejemplo de empleo ideológico de la arquitectura para reproducir el orden social: todos juntos en la paz de los cementerios, bajo la suprema presencia del Caudillo. Pero incluso tanto el lugar en el que ha sido erigido, el centro de España, como sus características constructivas, transmiten un mensaje de control a través de su monumentalidad descomunal: la cruz más alta, el mayor enterramiento, la vista más impresionante. La elección de una comunidad religiosa respetuosa con el legado ideológico como garante del lugar ejemplariza con toda precisión lo que los historiadores denominaron en su día el nacionalcatolicismo. Concebido para ser visitado, como sede de eventos y ceremonias, la presencia del general Franco se respira. De las diferentes interpretaciones que se han teorizado sobre el papel de los megalitos, sería la de sede para rituales de los antepasados la que más se acercaría a los objetivos de la construcción: constituir un permanente testimonio de la posesión de la Nación Española por la ideología del 18 de julio, a través de un espacio ordenado y consagrado.

Porque los muertos son más importantes de lo que parecen para nuestra vida cotidiana, no solo cuando disputamos herencias o protestamos del impuesto de sucesiones. Sobre todo cuando son personas que, por su ascendiente o influencia, queremos que dejen huella entre nosotros. Santiago Abascal el otro día señalaba en un programa de televisión que todo el público, sin distinciones, había tenido antepasados que habían participado en la Guerra Civil y que no era razonable establecer diferencias por la participación en uno u otro bando. En lo tocante a sus ritos funerarios, llevan existiendo mucho tiempo enormes diferencias. Las tumbas de Antonio Machado, de Azaña o de tantos otros iconos de los perdedores están en el exilio, las de algunos deudos en las cunetas… Las víctimas del terrorismo protestan, con razón, cuando se denigra la memoria de sus familiares enalteciendo a sus asesinos. Los muertos son importantes.

Cuando la dirección del Partido Socialista Obrero Español, después de un congreso histórico volvió del exilio al que la había conducido el asesinato de su secretario general (Tomás Centeno) en la Dirección General de Seguridad, la primera gran convocatoria de la dirección del interior tuvo lugar en la tumba, modesta y humilde, de Pablo Iglesias, reprimida por la policía franquista. A mi padre y a mi tío, les detuvieron en ese acto, al que habían acudido para dar testimonio de sus valores, lo mismo que han ido haciendo cuarenta años los franquistas españoles en su megalito. Un buen amigo me enseñaba hace años orgullosamente una esquela publicada por su abuela, cuando las asociaciones de la memoria histórica comenzaban a reivindicar: su abuela conmemoraba la presencia de su marido en Paracuellos del Jarama. Los muertos son importantes para todos, y por esa razón, debe respetarse que en los ritos funerarios, como en tantas otras cosas, haya quienes defendamos que cuanto menos nos diferenciemos de la Europa democrática, cuanto menos desigualdad se mantenga, casi mejor.

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