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Opinión - El pueblo es quien más ordena todavía. Por Rosa María Artal

Todo sobre mi bandera

Bandera.

Carla Antonelli

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[...] No les duele España, les duele saber que ya no son sus dueños. Ni

siquiera de una bandera con la que muchos admitimos haber tenido

sentimientos encontrados [...]

“Cambia, todo cambia” — cantaba la gran Mercedes Sosa.

“El coronavirus lo va a cambiar todo” — dicen una y otra vez por la radio.

Pues todo, lo que se dice “todo”, quizás no.

La mayor crisis de salud pública mundial desde hace un siglo nos ha descolocado a todos y, por si no bastara con las miles de vidas arrebatadas, el maldito virus también nos golpea con la mayor crisis económica y social desde la Gran Depresión.

Gracias al esfuerzo titánico de nuestros sanitarios, a la responsabilidad de la gente y a un estado de alarma que ha funcionado, estamos aplanando la famosa curva.

Ahora, avanzamos con un ojo tapado hacia una nueva normalidad mientras los científicos nos recuerdan que la prudencia es la mejor de las ciencias y mientras cruzamos los dedos por que no haya un rebrote. Y en ese camino incierto, la mayoría decidimos ir a paso lento y cauto, pero otros —una minoría muy ruidosa— quieren correr sin importarles dejar a los demás atrás.

Mientras se plantea una transformación en nuestra forma de relacionarnos, de movernos, de viajar o de consumir, ellos se envuelven en la bandera de España y golpean cacerolas con palos de golf. Y es entonces cuando me da por pensar:

Me imagino a la peluquera de mi barrio acondicionando a toda prisa su local para no perder más clientes. Me imagino al ferretero de la esquina pidiendo un crédito al banco para no cerrar. A una profesora agobiada por ella, por los niños y sus familias, porque cada vez falta menos para septiembre. A ese conductor de autobús comarcal en ERTE angustiado por su futuro. A ese joven estudiante que no pudo decir adiós a su abuela. Me imagino a esa familia monomarental que trabajaba en el turismo y que espera con ansias el Ingreso Mínimo Vital para que su despensa no se llene solo gracias a la asistencia de una ONG.

Y entonces el ruido de una bocina se cuela en mi mente y aparece en la pantalla de la televisión un desfile de coches de lujo con banderas rojas y amarillas. Algunas, incluso, con “extra de pollo”. Pero no me voy a centrar en estas últimas porque ya no me sorprenden. Prefiero que hablemos de las primeras. De las constitucionales.

De la mía y de toda España.

No es mi intención hacer ningún estudio sobre la compleja relación de los españoles con nuestros símbolos, pero es que el sábado pasado tuve una revelación. Dos imágenes separadas viralmente por las redes sociales que me ayudaron a cuadrar el círculo. La primera: un energúmeno subido a un coche gritando “¡Marica! ¡Hijo de puta! ¡Ven aquí!” a un chico cuyo único pecado era pasear pacíficamente la bandera LGTBI frente a la manifestación convocada por Vox. Una representación del odio sin filtros. La segunda: una bandera de España llena de grafitis a favor de la sanidad pública, el feminismo, la educación y otras tantas causas de justicia social. Una obra de arte ciudadano de Xuan Villabrille, que ensalzaba lo mejor de nuestro país.

¡Bingo!

Los de Núñez de Balboa no protestan pidiendo más EPIs o más personal sanitario, porque sus referencias de gestión son Trump y Bolsonaro y saben que la mayoría de los españoles quiere más y mejor sanidad pública. No exigen un plan de choque europeo a la altura de las circunstancias, porque no tienen ni idea de lo que es vivir al día. No quieren que la oposición parlamentaria se centre en negociar cambios en las políticas del Ejecutivo —como sí está haciendo con sentido de Estado algún que otro partido—, ni exigen a la Comunidad de Madrid que acepte la mano tendida de la oposición para iniciar ya la reconstrucción social y económica de la región en la que comenzaron las protestas.

Ellos no piden la dimisión del Gobierno de España por lo que hace el Gobierno, sino por quién es el Gobierno. Porque no soportan que una mujer forjada en los cuadros de Izquierda Unida y criada en el sindicalismo consiga el acuerdo de la patronal y los sindicatos. Porque les hierve la sangre ver que un reputado juez gay da órdenes a la Guardia Civil.

No nos equivoquemos: las imágenes de estos días no representan una bronca entre la derecha —que es amplia y diversa— y la izquierda. Son la expresión rabiosa de quienes están perdiendo la batalla cultural que se libra entre los derechos y los privilegios. Porque saben que ya no pueden convencer a la mayoría de los milagros de la sanidad privada. Porque saben que no pueden decirle a la gente que ellos afrontarían esta crisis económica con más recortes. Porque se han quedado sin agenda política.

¿Y qué les queda? Agitar la bandera y gritar “libertad”. Les queda dibujar una línea en el agua pensando que los demás no nos hemos dado cuenta de que somos libres y españoles a pesar de ellos. Porque no les duele España, les duele saber que ya no son sus dueños. Ni siquiera de una bandera con la que muchos admitimos haber tenido sentimientos encontrados por la apropiación indebida de la derecha fundamentalista.

Y tras mi revelación personal, doy un paso al frente: como mujer que ha vivido no una, sino dos transiciones hacia la libertad, reivindico con orgullo que resignifiquemos la bandera llenándola de derechos y limpiándola de privilegios.

Ahí radica la principal diferencia entre quienes se niegan a cambiar y quienes queremos ser parte del cambio. Tanto en lo tangible como en lo simbólico. En nuestra llamada a la unidad sincera para responder a la crisis y en el uso de nuestra bandera.

Una bandera que es roja, amarilla y, otra vez, roja.

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