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El drama carcelario de América Latina

Marco Feoli

Viceministro de Justicia de Costa Rica —

En América Latina, como en otras partes del mundo, el aumento de los límites del derecho penal lleva un recorrido imparable desde hace casi tres décadas. El resultado, a diferencia de lo que suele ser su principal promesa, no ha desembocado en una disminución de los índices de violencia ni de criminalidad y sí, en cambio, en el vertiginoso crecimiento de la población penitenciaria. Las tasas de prisionalización, según datos del Institute for Criminal Policy Research, llegan a 398 en El Salvador, 371 en Costa Rica, 301 en Brasil, 291 en Uruguay o 246 en Chile, por cada 100.000 habitantes. Mientras tanto, en Europa los números con dificultad superan los 100 (Bélgica, Austria, Italia, Alemania). España con 136 es uno de los más altos, pero bastante lejos de los países latinoamericanos.

Así, el aumento de las penas y la criminalización de nuevas conductas con poca planificación sobre su impacto en el sistema penitenciario han provocado unos niveles de hacinamiento que, en lo particular, como sucedió en México y Honduras, han favorecido el acaecimiento de incendios y motines y, en lo general, y más grave aún, la violación permanente de los derechos humanos de miles personas que están a cargo de nuestros estados.

En Costa Rica, que en 10 años triplicó su tasa de encarcelamiento, al hilo de reformas legales que endurecieron penas o crearon nuevos delitos, y cuya sobrepoblación, a finales de 2015, llegaba al 52%, se tomó la decisión de acelerar los traslados a centros semi-abiertos de personas condenadas por delitos de menor gravedad. La medida ha dado sus frutos, pues el hacinamiento, todavía alto, acabó en 38%, en mayo de 2016.

Sin embargo, el tema de fondo plantea la necesidad de reflexionar acerca de cómo generar transformaciones estructurales sobre un modelo de represión probadamente ineficaz, estigmatizador y costoso –en Costa Rica, por ejemplo, cada privado de libertad cuesta unos 1.200 euros al mes–.

La defensa de los derechos humanos de las poblaciones minoritarias nunca ha sido una tarea sencilla, con las personas privadas de libertad sucede lo mismo. Uno de los mayores prejuicios es la idea tan reduccionista de que todos los que han entrado a una prisión son malos. Seguimos padeciendo la herencia griega de un pensamiento binario que nos hace creer que la vida es dicotómica, que solo hay blancos y negros sin matices en medio. Detrás del encarcelamiento, en la inmensa mayoría de los casos, ha habido, previamente, una exclusión social. El sistema penal está abarrotado de pobres, no son depredadores sexuales ni homicidas ni evasores fiscales ni políticos corruptos quienes hacinan nuestras vetustas cárceles.

Hace unos meses, un conocido jugador de fútbol fue sentenciado por fraude fiscal, según determinaron los jueces, se dejaron de pagar al fisco cerca de 4 millones de euros; por el quantum de la sanción (21 meses) se le concedió la suspensión de la pena. Para esos mismos días, un chico granadino ingresaba a prisión por haber estafado con una tarjeta de crédito, 6 años atrás. Allí, el monto de lo estafado fue de 80 euros, la pena impuesta (6 años) no admitía ningún beneficio penitenciario para evitar el encarcelamiento. No digo que la estafa por 80 euros no sea una conducta disvaliosa, ni que no mereciera algún tipo de consecuencia, sin embargo, es un buen ejemplo para probar que el sistema penal ha sido diseñado para castigar con mayor dureza los hechos cometidos por algunos grupos, para asociar delincuencia a ciertas clases y, en definitiva, para agudizar las brechas sociales.

Los principales destinatarios de las cárceles son personas pobres o vulnerables –como las mujeres víctimas de violencia de género o los jóvenes que crecieron en hogares desestructurados– a las que las oportunidades nunca les llegaron. No es que pobreza sea sinónimo de delincuencia; pero sí, como dijo el criminólogo argentino Elías Neuman, que la desesperación y la marginalidad pueden conducir a la delincuencia, sobre todo a la delincuencia que atiborra nuestras cárceles.

En el caso de América Latina es evidente, seguimos siendo la región más desigual del planeta y eso no es poca cosa. No es de extrañar entonces ni el promedio de edad de las personas que entran en conflicto con la ley penal, ni su nivel de escolaridad ni el tipo de delito por el que son sancionadas. Hay una relación de causalidad entre esas variables y la rampante inequidad de la región.

Urge dejar de creer, como dogma de fe, que la cárcel puede ser solución para conductas ancladas, fundamentalmente, en la injusticia social. Es éticamente inaceptable. El populismo reaccionario y conservador, que marcó la ruta del poder punitivo en las última décadas, solo ha servido para vitaminar la desigualdad y la exclusión. Necesitamos reinventar nuestros sistemas penales: avanzar en categorías sancionatorias distintas al encierro, en fortalecer los centros de semi-libertad y en dejar, de una vez, de criminalizar la pobreza e ignorar, al tiempo, sus verdaderas causas explicativas.

Las cárceles, como dijo Galeano, deben dejar de ser nuestra realidad más escondida, y una de las más vergonzosas. Airear lo que pasa es quizás el primer paso para impedir que las prisiones continúen siendo fábricas de más pobreza y más marginalidad. Es el único camino para ser consecuentes con lo que predican nuestros textos normativos. El único.

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