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El trilema de España

Pancarta con el lema "Catalunya és Espanya" durante la manifestación del 8 de octubre en Barcelona

Toni Comín

El nacionalismo español se enfrenta, en este momento de su historia, a un dilema de imposible resolución. Más precisamente, se encuentra ante lo que técnicamente se conoce como un trilema. Veamos: el proyecto ideal del nacionalismo español sería, hoy, consolidar un Estado español mononacional y democrático. Pero la realidad es tozuda y juntar las tres cosas a la vez –un Estado, una nación y una democracia– no es posible. No es posible ahora, pero tampoco podrá serlo en el futuro. Y, de hecho, tampoco lo fue en el pasado.

Imaginemos un triángulo y situemos en cada uno de los vértices uno de los tres objetivos que el nacionalismo español desearía conjugar –Estado, Nación y democracia–. La elección es inevitable: cada uno de los actores de la política española puede optar por un lado del triángulo, cualquiera que sea, pero en esta elección, por definición, sólo podrá retener dos de los tres objetivos deseados. Optando por un lado determinado, renuncia de manera indefectible al tercero de los objetivos, el que corresponde al vértice opuesto del lado elegido. Así, los actores de la política española tienen tres opciones ante sí.

Sobre el papel existe la opción de que España sea un único Estado y al mismo tiempo sea democrático, pero entonces no podrá ser un Estado mononacional. En efecto, la única posibilidad de que España siga manteniendo la totalidad de su territorio sin vulnerar de manera irreversible los principios de la democracia y el Estado de derecho es que se reconvierta en un Estado plurinacional, es decir, que reconozca de manera efectiva y con todas sus consecuencias la existencia de varias naciones en su seno. Que diga adiós a la idea de la “Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” y su “indisoluble unidad”. Pero, a estas alturas de la película, hay serias dudas de que nunca una mayoría de la sociedad española esté dispuesta a aceptar la plurinacionalidad del Estado, es decir, a asumir la realidad. A falta de este reconocimiento, el Estado sólo puede mantener la “obediencia” de una parte muy importante de sus ciudadanos –que tienen lealtades nacionales diversas y las seguirán teniendo– por medio de una deriva autoritaria, incompatible con la democracia. En cualquier caso, esta opción, sea o no factible, supone renunciar al concepto de un único Estado = una única Nación (la española).

España puede ser democrática y mononacional, sí. Esta es otra de las tres opciones. Pero entonces, si se comporta como un Estado verdaderamente democrático, el actual territorio del Estado español dejará de ser un único Estado para convertirse, por lo menos, en dos. Porque de un Estado español identificado unívocamente con una única Nación española, una mayoría de los ciudadanos de Catalunya no quiere formar parte. Que España actúe como corresponde a un Estado democrático –como lo han hecho ante situaciones muy parecidas el Reino Unido y Canadá– pasa por una resolución democrática del contencioso catalán, es decir, pasa por permitir la celebración de un referéndum de independencia. Pongámonos ante la hipótesis de un eventual referéndum pactado. Si España plantease un proyecto de Estado plurinacional, no está escrito cuales serían las preferencias mayoritarias de los catalanes. Pero si el proyecto español es un Estado mononacional, todo indica que el sí a la independencia ganaría el plebiscito. Así, para poder conjugar Nación única y democracia, el territorio actual de España no podría seguir siendo un solo Estado.

Muchos discutirán, no cabe duda, que un Estado democrático, por el hecho de albergar una realidad plurinacional en su seno, deba permitir un referéndum de independencia. Pero los casos del Canadá y del Reino Unido son elocuentes en este sentido. Cuando un Estado tiene enfrente suyo un reto como el catalán, el quebequés o el escocés, sólo tiene dos opciones: o pacta o reprime. Las democracias pactan, negocian; optar por la represión resta aceleradamente sus credenciales democráticas a quien lo hace. Aunque la Constitución del Canadá no permite sobre el papel la secesión de un territorio, el gobierno federal toleró los referéndums de Quebec. Y seguidamente la Corte Suprema instó al elaborar una ley que regulase las condiciones de la autodeterminación. El Acta de Unión de 1707 por el que Escocia pasó a ser parte fundadora del Reino de Gran Bretaña dice, en su artículo 1, que la unión entre Escocia e Inglaterra es “forever after”. Y sin embargo en 20XX el gobierno británico pactó con el escocés un referéndum de independencia de Escocia. La idea de que el artículo 2 de la Constitución del 78 no permite el referéndum de independencia de Catalunya es una de las patrañas jurídico-políticas más burdas que haya blandido nunca la política española. De hecho, es una idea genéticamente franquista. Al Reino Unido, por muy unido que sea, ni se le ocurrió negar la posibilidad que los ciudadanos de Escocia decidiesen libremente si querían seguir o no formando parte del mismo, a partir del momento en que en el Parlamento escocés hubo una mayoría partidaria de la autodeterminación. Cuando uno es demócrata, la democracia está por encima de la unión.

La tercera opción la tenemos hoy ante nuestros ojos: España puede intentar ser un único Estado –en la totalidad de su territorio actual– y una única Nación –la española–. Pero en este caso no será nunca una democracia propiamente dicha. Porque sólo podrá imponer su carácter mononacional a la totalidad de sus ciudadanos por medio de la represión y la imposición. Es decir, a costa de la legitimidad. A estas alturas, vista la historia del catalanismo durante los siglos XIX, XX y lo que llevamos de siglo XXI, parece bastante evidente que una parte muy importante de la sociedad catalana nunca se plegará pasivamente ante un proyecto político tan supremacista como el del nacionalismo español. Optar por un Estado indivisible mononacional conlleva enfrentarse a la movilización permanente de una sociedad que no cejará nunca en su empeño por autogobernarse –lo digo no como político, sino como simple conocedor de la historia de Cataluña–. Una sociedad que cuando la repriman, resistirá. Como hizo durante la dictadura de Primo de Rivera o la de Franco. Como ha hecho siempre que el nacionalismo español, con su ADN autoritario, la ha atropellado. También ahora. Cuando en un Estado la legitimidad de las reglas constitucionales se debilita de manera tan profunda, sólo le queda imponer la ley por la fuerza. Puede apelar al monopolio de la violencia legal, pero estará muy lejos de ejercer el auténtico monopolio de la violencia legítima.

Quizás al nacionalismo español le gustaría alcanzar los tres objetivos a la vez: un único Estado en todo su actual territorio, una única Nación (española) y una democracia. Pero se trata de un sueño imposible. Las leyes de la geometría son tozudas: cada lado de un triángulo puede unir dos vértices, pero no puede juntarlos los tres. Quien elige el lado del triángulo que aúna el vértice “Estado indivisible” con el vértice “Nación única”, se ve abocado, lo reconozca o no, a renunciar a la democracia. A los hechos me remito. En una democracia no se hace un uso extensivo del art.155 que el propio poder constituyente rechazó, ni se busca resolver a través de la justicia penal y aquello que debe ser resuelto por medio de la negociación política o, en el peor de los casos, por medio de la justicia constitucional. En una democracia normal nunca se hubiera presentado una querella por rebelión contra un gobierno democráticamente elegido y, en caso de haberse presentado por parte de la fiscalía, en un estado de derecho con tribunales verdaderamente independientes, esta querella nunca hubiera sido admitida a trámite. En una democracia no se estaría intentando construir artificialmente una causa penal que tiene motivaciones políticas, inventando una violencia inexistente para validar una acusación de rebelión que no tiene fundamento alguno. Hasta el propio legislador –Lopez Garrido, ponente de la reforma del Código Penal– saltó de inmediato para explicar que lo ocurrido en Catalunya nada tiene que ver con este delito. Y sin embargo, cuatro personas inocentes están hoy en prisión preventiva acusadas de un delito que nunca cometieron. Esto no ocurre en una democracia. Son más de un centenar los penalistas españoles, firmantes de un manifiesto público, que se han llevado las manos a la cabeza.

En una democracia no se llama a declarar al 80% de los alcaldes de un territorio por colaborar en un referéndum, y menos cuando en el actual Código penal la organización de un referéndum ilegal ha dejado de ser delito. Ni se mandan miles de policías para impedir que la gente acuda pacíficamente a depositar su voto en unas urnas que ha puesto su gobierno, elegido democráticamente. En una democracia, no se impide que el candidato de la mayoría parlamentaria pueda ser investido presidente, porque el gobierno central respeta los resultados de las elecciones que se celebran en sus territorios sub-estatales, máxime si es el propio gobierno central quien las ha convocado. Nada de esto ocurriría en un estado de derecho y en una democracia dignos de este nombre. No hay ninguna democracia en el mundo, a parte de la española, en que el TC tenga funciones ejecutivas. Y podríamos seguir, pero la lista de fallas del Estado español para ser una democracia homologable con el resto de las democracias europeas –véase, por cierto, el informe de GRECO del Consejo de Europa- es interminable.

Es fácil posicionar los distintos actores del conflicto entre Catalunya y el Estado en cada uno de los lados del trilema. Podemos es el actor que ha optado más claramente por un Estado verdaderamente democrático que a la vez siga abarcando todo el territorio de la España actual. Un Estado que, en consecuencia, no puede ser mononacional. Por esto acepta y defiende el referéndum de autodeterminación de Catalunya y por esto apuesta por una España plurinacional: porque no quiere renunciar a la democracia. Se podría decir que es hoy el único actor relevante inequívocamente demócrata del sistema político español –partidos catalanes y vascos al margen–. Y esto se debe, probablemente, a que la gente de Podemos son, por así decirlo, “los hijos” y “los nietos” del PCE. En efecto, fueron los comunistas los que se dejaron la piel para traer la democracia a España –esta democracia que hoy el PP, C’s y el PSOE han dejado tan maltrecha– y los dirigentes y las bases de Podemos son, de algún modo, aunque sea remotamente, sus herederos. Probablemente por esto, porque lleva la lucha por la democracia en sus genes, Podemos no ha cejado en defender el proyecto de España como un proyecto plurinacional, al margen de que ello le pueda costar muchos o pocos votos a corto plazo. Porque sabe que una España mononacional es incompatible con la democracia.

El independentismo catalán opta, por definición, por el lado del triángulo que junta una democracia y una única Nación (española), siempre y cuando se circunscriba a sólo una parte del actual Estado español. El independentismo entiende que el Estado español quiera ser mononacional, siempre y cuando no pretenda seguir manteniendo la sociedad catalana en su seno. Una Nación española inequívocamente democrática supone, en efecto, que la España actual renuncie a ser un solo Estado. Así, el independentismo aspira a que en el territorio del actual Estado haya dos estados: la España mononacional y la República Catalana –que, por cierto, una mayoría de los independentistas no visualizan como un proyecto mononacional–. Dos estados democráticos y, en tanto que tales, bien avenidos.

Por último, están aquellos aspiran a que la actual España siga siendo un único Estado y sea una única Nación (española), y que para ello están perfectamente dispuestos a abandonar a la democracia. Aquellos que para salvar su idea del Estado a la vez indivisible y mononacional no dudan en asumir el precio de la represión, la deriva autoritaria y la degradación del estado de derecho. Poner la unidad del estado por encima de la democracia: esto es lo propio del nacionalismo autoritario. Ahí están hoy el PP, C’s y, para sorpresa de muchos, el PSOE.

Queda una duda. ¿Esta renuncia a la democracia se hace con regocijo o con resignación? Visto lo visto, parece que hay de todo. Si realmente el sueño imposible del nacionalismo español es aunar los tres vértices del triángulo, es de suponer que en algunos casos la renuncia a la democracia se hace más por miedo que por vocación. Como una especie de mal menor. Pero luego está aquella parte del nacionalismo español que siempre ha sentido la democracia como una molestia y la ha aceptado todos estos años por razones meramente tácticas. Son aquellos que hoy están encantados de tener la excusa perfecta –salvar el carácter a la vez mononacional e indivisible del Estado–para echar la democracia por la borda. Son aquellos que, viniendo de donde vienen, encuentran en la represión su verdadero hábitat natural, el paraíso autoritario perdido que siempre soñaron reencontrar. Los unos por los otros, al final entre todos acaban por hacer cierto el premonitorio verso de Jaime Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España.”

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