El jardín secreto

El lago lago Umm Al Maa (Libia).

Carlos Conde

Recuerdo la primera vez que me asomé a las puertas del infinito. Fue a bordo de un destartalado camión, atravesando Mauritania por las desoladas llanuras del Tassiat y las dunas del Achkar. Por aquel entonces todavía jugaba a ser rebelde, bebía whisky DYC con coca, escuchaba a los Limones y viajaba con poco dinero y mucho morro (no como ahora).

Desde entonces, sigo obsesionado con los desiertos, y soñando con seguir las rutas de aquellos exploradores que intentaron desvelar el misterio de la ciudad de Tombuctú. Por proximidad a mi casa, últimamente me atraían más las aventuras de aquellos que intentaron llegar allí a través de la ruta de Murzuk y, de entre ellas, especialmente la aventura de Gordon Laing, todo corazón, o el gran viaje de Henry Barth a través del Sahara. En sus cartas y escritos ambos aseguraban haber encontrado en lo más profundo del desierto un jardín secreto en el que manaba la auténtica fuente de la libertad, a la que se dirigían a beber aquellas grandes caravanas procedentes de Egipto a través de Khufra.

Desde hace varios años la situación de inseguridad en la zona ha hecho que este lugar haya permanecido perdido e inaccesible, y como es sabido, todos los lugares perdidos alimentan historias ocultas y excitan la imaginación, sobre todo de las mentes más volátiles, algo así como la mía (si es que soy carne de cañón).

Y saber durante todos estos años que, tras aquellas dunas lejanas que veía desde mi habitación, se encontraba ese jardín escondido, era toda una provocación que no podía desatender durante mucho más tiempo. De hecho todavía no sé cómo aguanté tanto tiempo…

Así que un día quise dejar de soñar y empezar a hacer realidad aquel sueño, escogí un grupo de tuareg entre los amigos de allí, lo mejor de cada casa, llenamos los coches de armas, combustible, agua y un par de corderos maduritos, y nos internamos entre las dunas. No necesitábamos más.

Mientras recorríamos el mar de dunas de Ubari, pensaba en aquellos primeros habitantes de la zona, los Garamantes. Aquella civilización, capaz de frenar el avance romano por el desierto, recorría estas mismas dunas en cuadrigas impulsadas por caballos. Su capital estaba en Germa, muy muy cerca de donde llegamos aquel día. Allí todavía quedan las ruinas de su poderoso imperio, aunque llegar hasta allí sí que es meterse en un buen lío. Pero no seré yo el que diga que no a esta aventura.

Por el camino iban apareciendo lugares increíbles, solo conocidos por los tuareg, todos descartados por los mapas, sin derecho a nombre, y que yo intentaba almacenar en mi memoria a golpe de selfie. Dunas de diferentes colores y tamaños, reducidos grupos de palmeras o una pequeña acacia, sin apenas leña para un calentón, que yacía solitaria a merced de aquel mar de dunas. Todo me emocionaba, que así soy yo de tierno con mi nuevo corazón, pero hubo un lugar donde soy consciente de que se me escapó el alma y allí debe estar todavía, atrapada en aquel silencio mortal, a los pies de una duna y un par de palmeras…

Y así, subiendo dunas, bajando cortados o sacando coches atrapados en la arena nos dio la hora de comer. Tras la oración del salat al asr, y en un medio de un paisaje increíble, hicimos un fuego, y compartiendo plato y cuchara, devoramos pasta, cordero y kueskos ajenos. Así, de la mejor manera que conozco para disfrutar al máximo de las cosas sencillas, como aprendí en el ejército: en camaradería.  Qué pena de vino.

Tras la comida retomamos la búsqueda. Siempre he pensado que no es necesario llegar a ningún lugar, que muchas veces lo mejor se encuentra simplemente en el camino, pero esta vez estaba resuelto a impedir que ese jardín secreto continuara siendo uno de los mitos que atormentan mis sueños. Finalmente, escondido entre dos enormes dunas, apareció un pequeño lago, y varias palmeras, y mucha vegetación y, otra vez, el silencio total. Era uno de los 20 lagos de Ubari (Libia), el Oum Al Maa o Umm Al Maa, la madre del agua, el jardín secreto o la auténtica fuente de la libertad. El que se bañe en ella, quedará condenado a vagar errante de por vida. Al menos a mí me va a costar mucho volver a centrarme en una oficina.

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