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25S: ¿dónde estaban los tanques?

Joaquim Bosch

Magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia —

El 23 de febrero de 1981 entraron en el Congreso asaltantes armados, con el apoyo de determinadas fuerzas del Ejército, con la finalidad de implantar una dictadura militar. Se decretó el toque de queda, se suspendieron las libertades y salieron los tanques a la calle, ante una población comprensiblemente atemorizada, por las similitudes con el alzamiento que dio lugar a nuestra guerra civil. Los hechos esenciales son bastante conocidos a través de numerosos estudios, entre los que cabe destacar la incursión histórica-narrativa de Javier Cercas en “Anatomía de un instante”.

El 25 de septiembre de 2012 se produjo una manifestación convocada con intención pacífica por un grupo de ciudadanos, que reclamaban alternativas ante la situación económica actual y una mejora de nuestro sistema democrático. Determinados gobernantes de bastante relevancia aseguraron que se trataba de un intento de golpe de Estado, comparable al 23-F. Semejante afirmación solo pudo formularse desde el desconocimiento histórico o desde la mala fe. Y, más probablemente, desde un intento de criminalizar una protesta que planteaba algunas preguntas incómodas.

Esa tentativa demonizadora se ha expresado con una deriva autoritaria que ha llevado a algunos excesos más propios de un Estado policial que de un sistema democrático. Hemos asistido a la irrupción de agentes en reuniones pacíficas en un parque público. Se han practicado cacheos sistemáticos en autobuses a ciudadanos sin que existieran indicios de delito. Con el pretexto de actuar contra unos pocos violentos, la manifestación del 25S fue disuelta con un uso desproporcionado de la fuerza institucional.

Cualquier observador imparcial ha podido comprobar a través de numerosas imágenes cómo personas indefensas que se comportaban pacíficamente eran golpeadas con una saña difícilmente comprensible. Y la Delegación del Gobierno todavía no ha explicado por qué autorizó o consintió que los agentes no llevasen la preceptiva placa identificativa. Ello supone el incumplimiento de la normativa vigente, que expresa en su exposición de motivos el derecho de los ciudadanos a identificar a las fuerzas de seguridad, precisamente para controlar posibles abusos y que no se produzca indefensión.

Por supuesto, las propuestas de fondo de los promotores de la manifestación del 25S pueden ser discutibles. Pero una sociedad democrática avanzada debe ser capaz de integrarlas en el debate público y ofrecer respuestas adecuadas. La vía de la represión de la disidencia no resulta admisible. En un Estado constitucional los representantes institucionales deben garantizar el ejercicio de los derechos fundamentales, entre ellos el de manifestación, el de reunión y la libertad de expresión. Y en ningún caso utilizar fórmulas de disuasión del ejercicio de esos derechos.

Además, no debemos culpabilizar exclusivamente a las fuerzas policiales, porque los agentes eran los mismos que hace poco más de un año durante las protestas del 15-M. Quienes han cambiado han sido los responsables políticos y sus directrices sobre el mantenimiento del orden público.

Ha quedado demostrado que los presuntos golpistas no llevaban tanques. Y han quedado en evidencia las autoridades que deslizaron comparaciones disparatadas, interesadas y oportunistas. Los manifestantes no llevaban tanques, pero sí que esgrimían argumentos que fueron apoyados por decenas de miles de personas en las calles de Madrid. Y formularon preguntas que son compartidas por millones de personas en nuestra sociedad.

Pero se ha producido un silencio, en medio del aullido de las sirenas, del ruido de las salvas de pólvora y de los golpes del material antidisturbios. Un silencio casi ensordecedor, que no ofrece ninguna respuesta oficial a las preguntas de los manifestantes sobre las alternativas a la situación económica actual y a cómo podemos mejorar la democratización de nuestra sociedad. Como escribió Unamuno, a veces el silencio es la peor mentira.

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