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Amor y política

El Congreso de los Diputados.

Economistas Sin Fronteras / Natalia Millán

Natalia Millán Acevedo —

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Hace ya un tiempo que me he concienciado de que el amor es la única energía que permite que evolucionemos como personas y como especie. Sin amor, las creencias, visiones, valores y acciones pierden toda legitimidad y sentido. A mi juicio, sólo desde la conciencia de que somos personas interdependientes y cooperativas y de que compartimos con el resto de seres sensibles una tierra que nos nutre y nos cobija, es posible avanzar en los planteamientos de políticas públicas que nos permitan gestionar lo “común” en pos de un futuro seguro y sano para nuestra especie y el planeta.

Como profesora de universidad e investigadora en temas de desarrollo sostenible tengo muy claro que este tipo de afirmaciones son totalmente inconvenientes, cuando no perjudiciales, para el ejercicio y la promoción de mi carrera académica. En un mundo construido bajo creencias dicotómicas, la “mente” es, en oposición al cuerpo, el único espacio vital útil y legítimo en que podemos habitar. Como el resto de los espacios públicos que ha construido la modernidad ilustrada, la Universidad se caracteriza por la promoción de la razón y la inteligencia práctica dado que en sus aulas se busca avanzar en el método científico para acumular conocimientos y contrastar teorías. Se trata de un ámbito organizado bajo la racionalidad eficientista y burocrática que pretende, cada vez más, promover la producción y distribución del conocimiento científico como si éste fuera un producto objetivo y neutro que debe estar despojado de todo sentido emocional y sensible.

Sin embargo, la política -que en mi caso es el tema fundamental de mi trabajo académico- es una noción que en su propia concepción y definición integra plenamente el contenido de la palabra amor. La política, desde Aristóteles, puede entenderse como la gestión de lo común, de lo que es de tod@s. En tal sentido, la política debiera ingresar en el espacio público con el objeto de organizar y promover sociedades cohesionadas, donde se proteja la vida y los derechos de la ciudadanía. De esta forma, los bienes públicos son aquellos que construimos y mantenemos entre todas las personas para proveernos de una vida buena y digna, alejada de la violencia, la pobreza y la precariedad. A diferencia del sentido hegemónico, que entiende la política como un juego competitivo y descarnado de lucha por el poder, esta concepción es, a mi juicio, el verdadero sentido del quehacer político.

Y es en este punto donde es posible identificar, admirar y agradecer a todas aquellas personas que, con su entrega, su esfuerzo y su amor hacen política cada día para construir una sociedad más libre, compasiva, solidaria y crítica. Millones de personas que, con sueldos precarios y contratos temporales, consiguen sacar adelante los trabajos de defensa de la vida que tienen que ver con la salud, la educación, la cultura y los cuidados. Esas redes de hombres y mujeres que dedican su vida a cuidar y proteger los cuerpos, las almas y las conciencias entendiendo que es desde la cooperación y la interdependencia que se gestiona la vida en común y, por ello, la política.

Nos encontramos en un momento más que complicado en la historia de las democracias occidentales: las políticas estructurales que han precarizado sistemáticamente el nivel de vida de las clases obreras y trabajadoras, la acumulación de cada vez mayor poder en actores privados transnacionales, el alejamiento de las jerarquías de los partidos políticos de sus bases y votantes y, en fin, la sensación de que las decisiones políticas se tornan en espacios cada vez más alejados del sentir (y control) ciudadano han dado paso a una crisis de representación política que se ha expresado en el desconcierto, el miedo y la frustración de una parte importante de la ciudadanía cada vez más alejada de lo que considera la política institucional.

Estos elementos sistémicos de las democracias neoliberales han abierto espacios para propuestas autoritarias y violentas que proponen políticas identitarias y de exclusión de corte antidemocrático y fascista. Pero hay que ser conscientes de que todas estas estrategias asumen la necesidad de incluir las emociones en las propuestas políticas; se cargan de discursos emocionales y épicos despreciando la razón y asumiendo que la dimensión emocional es una fuerza poderosa e imparable en la vida de las personas. Y, así, apelan a las emociones más negativas y funestas, la rabia, el odio, y el rencor todas caras de una misma emoción común atávica y poderosa: el miedo.

Hay que ser conscientes de que el proyecto modernizador y burocrático que asumía que las personas somos seres racionales y fríos parece estar superada. La emoción ya está (y siempre lo ha estado) en el epicentro de la política. Frente a estas crisis, creo que es el momento de construir alternativas solidarias y emancipadoras que puedan incorporar las emociones y el sentir de las personas. Construir una política desde la vulnerabilidad, la interdependencia y la solidaridad de nuestros cuerpos y almas. Potenciar el trabajo y la vida de las personas que, con su amor, hacen posible que existan espacios compartidos de integración y protección para todos los que habitamos la sociedad; y trabajar para ser conscientes de la fuerza emancipadora y transformadora de las emociones positivas en la construcción de sociedades justas e inclusivas. La política está para construir un espacio común para nosotras y el planeta, un espacio donde caben todas las identidades y todas las personas y un espacio donde lo que ocupa la centralidad es la protección de la vida; y esto sólo se consigue asumiendo que sólo desde el amor otra política es posible.

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del/la autor/a y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.

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