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Elecciones vascas

Bernardo Atxaga

Para entender lo que está pasando desde hace algún tiempo en el País Vasco y lo que, en consecuencia, van a deparar las próximas elecciones, no deberíamos fijarnos tanto en los modernos y afinados mapas donde los sociólogos marcan porcentajes y tendencias; deberíamos mirar también, quizás con más pausa, los mapas antiguos como el que se conserva en el monasterio de Liébana, dibujado al parecer hace diez siglos, en el año 1050.

Según la representación lebaniega, el centro del mundo lo conforman Belén, Nazaret y Jerusalén, estando Roma, Egipto y Tarracona en sus aledaños, y muy lejos, con una mínima representación, espacios que en la realidad física son inmensos, como Asia y África. Se afirma que el mapamundi “no pretende representar cartográficamente el mundo, sino servir de ilustración a la diáspora de los primeros apóstoles”; pero, más allá de esa circunstancia, lo que señala es el valor que los diferentes lugares tienen para la Cristiandad. Por eso son centrales Belén, Nazaret y Jerusalén. Nada puede tener más prestigio, más categoría, más autoridad que los lugares bíblicos, aquellos que fueron testigos de la vida de Jesús, centro de todos los centros posibles de la Cristiandad.

Esa era una de las cuestiones principales en el siglo X, y aún lo sigue siendo. Se trata de ocupar un buen lugar en el mapa. De ser centro, de tener valor, prestigio, autoridad, de no ser, en nuestro caso, “las provincias Vascongadas”, tan queridas por los aristocráticos veraneantes del siglo XX, o de no tener que estudiar a 500 kilómetros de casa, tal como les ocurría a muchos vizcaínos incluso en 1970; de no tener que aguantar una y mil veces los desprecios de los señoritos más o menos clérigos hacía la lengua históricamente heredada; se trata de eso, de lo metafísico, y también de lo físico, de lo material, de lo económico; campo en el que mi país y todos los demás países quisieran tener lo que la dama del cuento de Chaucer: self-sovereignty.

Caben interpretaciones sobre la centralidad, naturalmente, pero no todas tienen la misma aceptación. En ese sentido, si los diferentes actores y boceras que hoy intervienen en el País Vasco se subiesen a un estrado, se vería que hay cinco posturas básicas, pero que ninguna recoge más aplausos que las que, en voz alta o baja, reclaman la independencia. No puede ser de otra manera, porque, borrados como están otros centros que en el pasado tuvieron importancia –Moscú, pongamos – solo las ideas relacionadas con la “nación” parecen llegar al corazón y a la mente de las personas. En el País Vasco esa tendencia ha sido tan clara y tan fácil de percibir como el volumen de un aplauso, y resulta sorprendente el maquillaje estadístico que, durante los últimos quince o veinte años, ha evitado su visualización; sorprendente también que los partidos pillados en medio –sobre todo el socialista, un partido que según sus dirigentes toma nota de todo–, no hayan sabido leer el mapa y definir con claridad qué lugar desean para los vascos, qué idea tienen de la centralidad.

El mapamundi de Liébana no es una imagen suelta, pues forma parte de las ilustraciones del Comentario al Apocalipsis que dos siglos antes, en el VIII, escribió el Beato de aquel monasterio. Este detalle permite alargar la metáfora: la lucha por la centralidad se libra ahora en medio de un barullo apocalíptico de hundimientos y caídas, con acontecimientos que se presentan como fatales. En estas circunstancias los mapas adquieren relieve, y los posibles nuevos centros brillan como el dorado.

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