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Calígula

Desahucios por alquiler, la nueva cara de un derecho convertido en negocio

Gabriela Wiener

Desde hace unas semanas sabemos que tenemos que irnos de nuestra casa. Es curioso cómo los que tenemos poco o nada usamos los pronombres posesivos para hablar de cosas que en teoría no nos pertenecen pero que son definitivamente nuestras. Este lugar, por ejemplo, que encontramos cuando cruzamos el río, buscando algo que no fuera un piso, pero en el que vivir. Algo amplio y barato sobre lo que construir. Una página en blanco sobre la que escribir. Una nave, la llamaron en el anuncio, y sonaba a espacio exterior, a galaxias, a estrellas. Era un extaller mecánico, frío y lamentable, pero que escondía en su corazón un patio. Un patio en Madrid. Donde ahora vive el conejo blanco que llega tarde a todo. Y un sótano en el que nunca escondimos nada, solo una guitarra y un piano.

Con la ayuda de nuestros amigos construimos la cocina que le faltaba para ser casa y con el tiempo nos dedicamos a calentarla, aislándola del frío con planchas de madera, instalando una chimenea, comprando una puerta de cristal para tener más luz, haciendo una bañera. La convertimos en un hogar. Aquí sembramos el cercis con las cenizas de mi papá. Aquí alojamos y alimentamos con comida peruana a las personas que más hemos querido en la vida. Aquí Coco nos dijo que dejáramos de llamarle Lena. Aquí en verano ponemos una piscinita de goma, nos metemos los cinco y jugamos al remolino.

El dueño quiere tumbarse unas paredes y hacer un loft de puta madre para venderlo a medio millón. Nos dicen que pensemos en comprar, que es mejor que seguir tirando el dinero en alquiler. Que es el momento. Nos dicen lo de siempre, lo que solíamos desoír: compren, compren, compren. Mientras Jaime y Roci se dedican a hacer millones de cálculos hipotecarios, suman y restan, multiplican y dividen, yo me distraigo en Fotocasa o Idealista mirando pisos de alquiler por 5.000 euros en Lavapiés.

¿¡Vamos a pedir una hipoteca, nosotros, que hace nada éramos práticamente okupas, yo que renuncié a mis catorce pagas al año porque abajo el trabajo, para ser escritora, para ser freelance, para ser libre, como si eso fuera ser libre!? ¿Vamos a decir, para consolarnos, lo que dice la gente a la que le ocurre una desgracia, que pensábamos que eso solo le ocurría a los otros? ¿Qué esperábamos? Si decidimos que así queríamos vivir, que no claudicaríamos, ¿por qué estamos acojonados ahora, de qué nos arrepentimos, por qué no tenemos capacidad de reacción, por qué estamos mirando pisos en venta? Me repliego después del estallido, respiro, intento ser justa, también con nosotros mismos. Si decidimos vivir así fue porque creíamos en ello. Y así hemos sido felices estos años. Solo nos adaptamos, nos aferramos a la vida, a los futuros cortoplacistas. Si nos planteamos la hipoteca, me digo, es porque estamos al límite, y tampoco llegaremos. Ya llevamos tres portazos.

Y en eso no estamos solas. Hay gente que no tomó nuestras elecciones y está igual o peor. Nos están echando de esta ciudad, ya somos legión, podríamos fundar un pueblo o un país, entre desalojados, desahuciados, expulsados y deportados. Lo peor es que nos absorben en su lógica perversa. Nos fuerzan, nos violan, nos la arrebatan.

Esta casa que fue nuestro refugio cuando salimos disparados del centro y nos acercamos al vórtice, ni cerca, ni lejos, ni equidistantes, podíamos fantasear con que aquí se mezclaban sin profilácticos la política y la vida. Fue el espacio elegido para tejer nuestros amores múltiples y nunca fáciles, para criar a dos niñes para la revolución. A esta casa nuestros amigos comenzaron a llamarla “Calígula”, porque solíamos bromear con que así llamaríamos a nuestro hijo. Le llamamos Amaru y nació de los tres en una de estas habitaciones, en una piscina hinchable del Carrefour, salió con estruendo como una gran piedra que cae al agua y provoca oleadas infinitas. ¿A dónde llevamos a esta familia ahora? ¿En qué habitación metemos esta cama enorme? No sé a dónde iremos, solo sé que Calígula viene con nosotros, como nuestra indignación, para seguir ardiendo después de la batalla.

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