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Catalunya es el escollo insuperable para Sánchez

Sánchez y Torra en la inauguración de los Juegos del Mediterráneo

Carlos Elordi

El PP y Ciudadanos van a seguir tratando de hacer la vida imposible a Pedro Sánchez. Pero a menos que tengan en cartera algo mucho más gordo que lo que han sacado hasta ahora no van a obligarle a convocar elecciones. Lo que sí podría empujarle a dar ese paso sería un enfrentamiento real, no sólo verbal como hasta ahora, con el Govern de la Generalitat y las fuerzas independentistas catalanas. Y esa posibilidad no puede descartarse.

El presidente del Gobierno socialista acaba de advertirlo: “Si se prioriza el conflicto en lugar de la cooperación en Catalunya, la legislatura está acabada”, ha dicho en Estados Unidos, en su primera referencia explícita a la posibilidad de un adelanto electoral. Puede que algo ocurrido en los últimos días le haya obligado a hacer esa declaración o puede simplemente que Pedro Sánchez haya analizado con frialdad, más allá de sus buenas intenciones, el panorama que se perfila para un futuro inmediato en Catalunya y llegado a la conclusión de que un conflicto abierto no es fácilmente evitable.

El escollo aparentemente insalvable es la suerte que les espera a los políticos catalanes presos o en el exilio. Sánchez no puede poner en libertad a los primeros, abriendo así la puerta a que los segundos volvieran sin el riesgo de ir a la cárcel. Aunque dirigentes socialistas, empezando por la vicepresidenta del Gobierno, sugieren día tras día que les gustaría que eso ocurriera.

Y la libertad de los presos es hoy por hoy la primera reivindicación no solo del independentismo sino también de amplios sectores de la sociedad catalana que no comulgan con éste. Es prácticamente una demanda sine qua non. Ningún proceso de negociación entre el Gobierno de Madrid y el de Barcelona puede llegar a algo mientras Junqueras, Forcadell, los Jordis y los demás estén en prisión. Una mayoría de ciudadanos catalanes, seguramente muy amplia, no podría aceptarlo.

Eso limita extraordinariamente el margen de Pedro Sánchez en la cuestión catalana. Pero tampoco le bloquea absolutamente. Puede seguir moviendo fichitas como viene haciendo en los últimos meses para dar la impresión de que se avanza en el terreno del entendimiento, al tiempo que el ministro Josep Borrell declara una y otra vez su fe constitucionalista para que la derecha no se encabrite. Ese juego podrá no ser muy fructífero, que no lo va a ser, pero adormece un tanto la tensión aparente, lo cual es importante en clave de política interior y también de cara al exterior.

Pero tiene un límite temporal. El día que empiece la vista oral del proceso contra los independentistas encarcelados o exiliados se habrá acabado el jueguecito del “aquí no pasa nada”. Porque todo indica, y parece que lo saben ya todas las partes, que el juez Llarena se va a salir con la suya y que el Tribunal Supremo considerará culpables a todos los procesados, o a buena parte de ellos, por todos los delitos de los que están acusados, incluido el de rebelión. Y que las condenas serán terribles.

Se habrá consumado así el episodio más grave no sólo de politización de la Justicia española, sino también de la intervención de unos jueces muy  poderosos en el devenir político del país. Torciéndolo en una dirección ideológica específica, la más reaccionaria y centralista posible, aunque eso pueda provocar un conflicto terrible. Los que están en el ajo aseguran que eso va es lo que va a ocurrir. Y el Gobierno carece de instrumentos para evitarlo.

Esa es la herencia más conspicua de Mariano Rajoy, el líder que nunca tuvo la menor idea de cómo afrontar el problema catalán y que para confirmar su incapacidad dejó el asunto en manos del poder judicial, de magistrados tan limitados como él para entender el asunto pero muy versados en las técnicas adecuadas para alcanzar sus propósitos estricta y ciegamente represivos.

Y Llarena se hizo con los mandos y dictó resoluciones que los tribunales de varios países europeos han descalificado casi hasta el desprecio profesional, pero que a él, y a los otros que están con él, no le afectaron. Porque tenía y sigue teniendo la sartén por el mango. Puede que en algún  momento Rajoy se arrepintiera de haber abierto la puerta a una dinámica como esa, pero cuando lo hizo, si lo hizo, ya no podía pararla. Le habían cogido la mano. Alguien llama a eso “golpe de estado judicial”.

Es seguro que la sentencia será recurrida ante las instancias judiciales europeas. Y altamente probable que éstas rechacen, para terminar anulando, las decisiones del Tribunal Supremo español. Pero, según los que saben, para que eso ocurra habrá de pasar un mínimo de tres años desde el momento de la interposición del recurso.

Y ese es un plazo imposible. Ningún independentista se va a conformar con eso y la crisis catalana no puede aguantar tanto tiempo sin estallar por alguna parte. Es más, existe la posibilidad de que estalle incluso antes de que el juicio empiece. Por eso Pedro Sánchez ha dicho lo que ha dicho en Nueva York. Para que Torra y los suyos se lo piensen, porque unas elecciones podrían traer de vuelta a la derecha al Gobierno y eso no les interesa. Y para ganar tiempo, para poder seguir negociando.

Pero, ¿negociar qué? Aceptar un referendo en Catalunya a cambio de que no arda la calle, no parece una posibilidad real a menos que se encuentre una fórmula que evite que la derecha se eche al cuello de Sánchez, haga inevitable la convocatoria de elecciones y las gane, echándole del poder. No parece fácil. Más o menos lo mismo vale para la posibilidad de comunicar a los independentistas, en secreto, claro está, que el Gobierno socialista indultará a los condenados cuando las circunstancias sean favorables para ello. Porque incluso si éstos se creen el mensaje, ¿cómo harán para calmar a su gente, que si ya está indignada, imaginemos cómo lo estará tras el juicio?

Seguramente Sánchez va a poder superar sin graves daños la ofensiva que la derecha, en colaboración con Villarejo e Inda, ha lanzado contra él. Pero una tormenta catalana como la que se está fraguando en el horizonte puede hacerle naufragar.

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