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Catalunya en miniatura

Protestas en Barcelona en favor de la celebración del referéndum del 1-O.

Alba Muñoz

Yo quería escribir una columna sobre la situación política entre Catalunya y España, pero como hay tantas plumas certeras analizando la situación, tantos señores con las ideas claras, diccionario y Constitución, prefiero sortear las arenas peligrosas y escribir algo más “femenino”. Ya saben, esa forma obcecadamente irrelevante e inofensiva de desentrañar y hablar de los asuntos serios. Una historieta protagonizada por mujeres, vaya.

Desobedecer. Tenía ocho años cuando mi profesora anunció que iríamos de excursión a Catalunya en Miniatura, un parque temático al aire libre en el que aún hoy se exhiben maquetas de los lugares más destacados de las tierras catalanas. El lugar sigue siendo una simplificación de Catalunya en la que cualquier persona puede sentirse como King Kong. Ahora le han añadido tirolinas para darle un poquito más de emoción. Yo no me sentía como King Kong porque era una niña escuálida y atenta, demasiado seria para su edad —eso decían los adultos que me pellizcaban el mentón—, sin embargo aquella excusión se convirtió en un acontecimiento crucial. Carles, el niño que me gustaba, había estado antes ese lugar con sus padres. Preso de la emoción por el anuncio de la profesora, había dicho que iba a mostrarme una maravilla oculta del parque: un edificio roto del que podía verse el interior. Recuerdo el olor de Carles, un fuerte aroma a jabón para la ropa que parecía mucho más sofisticado, mejor, que el que usábamos en casa. Recuerdo su olor porque nuestros anoraks se rozaban mientras la profesora hablaba junto a una Casa Batlló que le llegaba por la cintura. De pronto Carles me tiró de la manga y me condujo hacia la zona trasera del grupo, donde habitaban los niños que querían portarse mal. Siguió tirándome de la manga y nos adentramos entre la Seu Vella de Lérida y la Vall de Boí. Desobedecí. Descubrí que un niño también podía saber cosas sobre edificios. Comprobé que los límites de lo prohibido estaban mucho más lejos de lo que yo pensaba. Ser libre no tenía por qué ser malo ni hacer enfadar a nadie. Desobedecí y crecí.

Bandera. Carles y yo siempre nos hemos hablado en catalán. Con Esteban, nuestro amigo y tercer miembro del grupo, siempre en castellano. Con mi madre y con mi abuela hablo catalán, pero entre ellas se comunican en castellano. La familia de Carles ponía banderas el día de la Diada y en mi casa solo por Sant Jord, y solo alguna vez. Nunca llevé —ni llevaré —una bandera como capa. Las mujeres de mi familia siempre han bailado sardanas.

A mí me gusta mucho que Catalunya no se entienda, que sea como un reto matemático que se hereda sin perder complejidad. Por eso me da miedo que la tensión de las últimas semanas nos obligue a simplificarnos. Una de las cosas que temo estos días, además de chocarme con un Guardia Civil o con Carme Forcadell, además de que me espíen el Whatsapp o que las baterías de Montjuic apunten hacia mi tendedero, es que Catalunya se vuelva una miniatura intolerante. Y comprensible, para aquellos que nunca han querido conocernos de verdad.

Insumisión. Mi abuela, cuyos orígenes están en Jaén y que prefiere que le hablemos en catalán, nos miraba con su “cara de posguerra” hace un par de semanas. Se trata de una expresión dramática, un gesto de preocupación desproporcionada y al mismo tiempo enciclopédica que busca despertar en sus nietos una obediencia preventiva. Siempre dice que tiene que intentar que desistamos de los peligros (coger un avión, salir de noche, manifestarnos) porque eso es lo que hace una buena abuela. Pero después, ella hace lo que le viene en gana y se ríe de forma muy traviesa, como reprochándonos la sorpresa. En las últimas semanas, mi abuela nos ha ido preguntando, con cara de posguerra, si iba a haber una guerra civil. Nos pidió que no fuéramos a votar en el referéndum, que lo hiciéramos por ella. El pasado fin de semana, cuando empezó el desembarco de policías en Barcelona, las detenciones y redadas, mi abuela le dijo a mi madre, en privado, que ella había decidido esconderse la papeleta entre las tetas. Dirán que mi abuela es masa manipulable, que se deja llevar por lo que se dice en los medios de comunicación. Yo creo que mi abuela es una ciudadana imprevisible porque refrenda su opinión con su entorno inmediato. Digo yo que ella, que vivió la posguerra y crió sola a sus hijas, sabe bien lo que hace. Puede que sepa —más que yo— lo que se pierde con la represión violenta y desproporcionada, lo que significan las demandas aberrantes contra periodistas, imprentas y clonadores de webs.

Libertad. Mi padre decía que lo más importante es no perder nunca la libertad. ¿Qué significa, estos días, libertad? Represión violenta no es libertad. Declaración unilateral no es libertad. La eterna espera a ser escuchados, considerados —no rentabilizados— como sujeto político, tampoco es libertad. ¿Y desobedecer? ¿A quién, para quiénes? Los partidos políticos desobedecen a sus propios votantes, a las leyes nacionales e internacionales, cada dos por tres. Y ahora Puigdemont se desmarca del concepto desobediencia.

Del mismo modo que muchos catalanes nos sentimos lejos del procés de Mas, ahora nos vemos agraviados ante el despliegue de fuerza para evitar un acto pacífico. Porque, dicen por ahí, el referéndum ya es más un acto de protesta que un referéndum.

Asfixiados con tanto análisis de la ley, tanta propaganda, artículo y hoja de ruta, creo que al final quedará el relato, ese razonamiento individual previo a salir, o no, a la calle. Los gobiernos han dejado la política y el diálogo a los ciudadanos como tarea. Será un examen individual y con cronómetro, así que se hará lo que se pueda. Resolveremos con una decisión sentimental. Eso a mí no me parece tan preocupante como muchos señores dicen. Dudaremos y decidiremos según nuestros principios e intuición. Equivocarse será, me temo, mejor que lo que nos han dejado. Al fin y al cabo, durante el 15-M un sentimiento de indignación nos impulsó a conquistar las plazas sin horizonte alguno, pero no voy a comparar sentimientos. Solo tengo en cuenta que ello nos condujo a un nuevo marco interpretativo compartido, mucho más justo y real. Nos apalearon y malinterpretaron, pero algo aprendimos.

Calle. Mi madre tiene una obsesión por ventilar. Es de esas personas que abre todas las ventanas de la casa, en pleno enero, durante horas. Como trajinaba, su cuerpo de vikinga bombeaba suficiente sangre como para olvidar que sus pobres hijos se criogenizaban en sus camas. Anteayer mi madre dijo: “Yo no creo que el referéndum se haya hecho bien, pero creo que al menos puede servir para que nos escuchen”.

Según la teoría de mi madre, pasar un poco de frío despeja las ideas y nos hace más fuertes. Cortar calles serviría para ventilar la ciudad, y expresarse puede ser una forma de respirar aire fresco.

No somos los únicos que queremos más soberanía sobre nuestras vidas, ni los únicos que creen que España huele a cerrado. Pero me temo que la normalidad podrida en la que vivimos, la de los bancos rescatados, la que nos llama radicales por defender el catalán, la de la corrupción, las cloacas y los desahucios, no tiene mucho que ofrecernos. También habría que poner en valor lo que se aprende con un poco de agitación: vemos cómo actúa el Estado, cómo es el presidente de la Generalitat, cómo son los medios de comunicación. Autodeterminación también podría ser eso: agitarnos para medirnos las miserias, los límites y miedos. Aprender más sobre quiénes somos —información más allá de la institución— para, a trompicones, seguir avanzando al margen de los partidos.

Choque de trenes. Han sido días de comparaciones fálicas, de imaginar cómo mujeres políticas —o una política más feminizada— hubiera gestionado esta crisis. Como resultado de ese ejercicio de fantasía, he oído conjeturas muy variadas, como que habría habido más diálogo y autocrítica, menos enroque y represión. También se percibe que las mujeres tendrían un mayor respeto por lo público, el bien común. Por alusiones, me figuro.

Habría que empezar a estudiar la testosterona como una ideología.

En el acto de inauguración de las fiestas de la Mercè, la pregonera Marina Garcés, fue combativa y balsámica al mismo tiempo. En un momento de máxima tensión y sensibilidad, insistió en el diálogo. Hablar es pensar, y pensar, supongo, hay que quererlo. “A mí me gustan más los mapas geográficos, donde se ve la forma real de los valles, las montañas y los ríos, que no se detienen a ninguna frontera”, dijo Garcés en su pregón. “Creo en un mundo común, hecho del ir y venir libre de la gente, pero ante un estado que convierte una pregunta legítima en una acción ilegal, ahora mismo sólo queda espacio para una respuesta colectiva contundente que transforme, de raíz y sin complejos, este estado”.

Siguiendo con las analogías fálicas, le diría al gobierno estatal que puede violarme, pero que mi mente será siempre libre. Al gobierno de la Generalitat que ahora dice amarme tanto, le respondería que sé que no es verdad, que sólo me dice cosas bonitas cuando le sigo la corriente.

Me pregunto qué voy a hacer el 1 de octubre y me digo que no tengo ni idea. Papeletas o cacerolas, vigilancia o represión violenta, simulacro o desbordamiento. Sé que saldré a la calle. Solo puedo decir que estaré escondiéndome en Catalunya en Miniatura, buscando grietas.

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