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Cierra España

El director general de la Guardia Civil, Arsenio Fernández de Mesa. / Efe

Maruja Torres

Posee el director general de la Benemérita, don Arsenio Fernández de Mesa, un amplio, nutrido y envidiable currículo de político ppepero a toda pensión, y un look de señorito jerezano, entre Arturo Fernández (el actor) y Bertín Osborne (lo que sea), tan impresionante que, cada vez que tropiezo con él en una foto o una imagen televisiva, ganas me entran de arrodillarme y ponerme a lustrarle las botas, escupitajo va y escupitajo viene. Lapo, cepillo. Gargajo, escobilla. Flema, gamuza. Y así, hasta agotar los sinónimos del diccionario. Me doblo sólo con verle.

Si eso me ocurre a mí, que ni tengo rótulas ni he sido adiestrada para obedecer a los mandos, y habida cuenta de que quien ejerce como director del Cuerpo es un repeinado y altivo caballero que rezuma elitismo por todos sus poros, y que te coloca en tu sitio a golpes de gomina, cómo no va a ponerse la Benemérita a arrojar bolas de goma, y lo que se tercie, cuando musculosos atletas negros, en manada, pretenden asaltarles y noquearles, e invadir ¡España!, aprovechando que la noche luce cerrada, las olas golpean con fuerza contra el litoral, sopla un Levante de la hostia y, encima, Trillo se halla en Londres defendiendo Gibraltar y nosotros estamos inermes ante el Vil Africano.

¿Cómo no van a sentir algunos uniformados básicos un trémulo escozor en ese tercer sobaco que llaman su patria y que algunos se rascan hasta que les crece un golondrino –o gaviota– en el solar?

No pretendo con esto disculpar a los ejecutores materiales de la heroica hazaña, quienes bien podrían haberse puesto a disimular y a silbar y a mirar hacia otra parte, porque la sumisión debida no es ni debe ser atenuante. Pero ya que tenían las bolas de goma a mano, ¿qué iban a hacer? ¿Comérselas? Pongámonos en su sitio. Corren tiempos turbios, qué digo turbios, tenebrosos. La ley y el orden, entendidos a la vieja y entrañable usanza, han vuelto con honores de mayoría absolutista, y el noble arte de la política adelgaza hasta la anorexia mientras el poder resplandece de bulimia ciega. Además, coño, nos han comprado munición de sobra para las hecatombes.

En tales circunstancias, ¿cuál es la salida más sensata, e incluso patriótica? Obedecer. Así es como se han escrito las peores páginas de la historia de la humanidad, lo sé: siempre que los iluminados, los salvadores, los codiciosos, los crueles y los torpes (o todos a la vez) han batido palmas y han convencido de su medicina es la única solución, hasta la victoria final y con carnicería de por medio.

Pisamos, pues, un terreno muy peligroso, en donde el ejemplo de la mala conducta crea hábito y la presión ambiental pueden conducirnos a extremos muy refutables. Y uno no sabe que se desliza por la pendiente, hacia el mal absoluto, hasta que es demasiado tarde, y ha pasado de gritarle “¡Guapa!” y “¡Viva tu madre!” a Ana Botella, por las calles de Madrid, a creer en la catástrofe inminente que supone el multitudinario salto a la valla, recién vendido por los Servicios de Información gubernamentales al diario global. Un día te quedas embobada ante ese Gallardón aplaudiendo a Rajoy y, al otro, te parece que la “devolución en caliente” de los inmigrantes es, al derecho internacional, lo que la vuelta del matojo a las técnicas depilatorias. Lo más y lo último.

¿Qué podemos hacer, para que no se nos lleve la corriente? Es muy fácil. Pensad a menudo en don Arsenio y daos a producir justo lo contrario de lo que él haría. Peinado incluido.

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