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Cristiano, defraudador de oro 2019

Cristiano Ronaldo y su pareja, Georgina Rodríguez, a su llegada a la Audiencia Provincial de Madrid.

Antón Losada

Quién vea las imágenes de un exultante y jubiloso Cristiano Ronaldo entrando y saliendo de la Audiencia Nacional podría pensar que vino a recoger el Balón de Oro, la Bota de Oro, el título oficial de máster mundial de la Orden del Brilla-Brilla o el Jealousy Award al hombre más envidiado del año; no a reconocerse culpable de cuatro delitos fiscales y aceptar casi dos años de cárcel y pagar una multa de 18.8 millones de euros.

Ni su actitud ni sus gestos eran los de alguien que reconoce haber cometido un delito y asume su culpa y su responsabilidad, como se supone que sucede en este tipo de acuerdos penales. Ni siquiera cumplió con la formalidad de ofrecer esa entrada discreta propia de alguien que no se reconoce culpable pero acepta el trato para evitarse males mayores. Lo recorrió vanidoso y encantado de haberse conocido como si se tratase de otro paseo de la fama, de otro desfile del triunfador que se sale con la suya porque puede.

Aún más llamativo resultaba el espectáculo de las decenas de followers, fans y supporters que hacían cola desde primera hora para aplaudir y vitorear al vencedor en su regreso glorioso. Una espera que se prolongó hasta el éxtasis generado por la salida del heroico gladiador, tras quitarse de encima sus responsabilidades como ciudadano pagando con un dinero que le sobra gracias, entre otras cosas, a haber eludido esas mismas responsabilidades durante más de una década.

Cuando CR7 jugaba en la liga española y con el Real Madrid, solía aludirse a la pasión futbolera como gran argumento para explicar la generosidad y la empatía con que se excusaba al Cristiano Ronaldo defraudador y, en general y sin excepciones, a todos esos héroes del balón que se creen exentos de pagar impuestos, liberados de contribuir al bienestar común de las sociedades que les sufragan sus sueldos astronómicos.

Pero ahora ya no es de los nuestros, ya no juega en nuestra liga ni en ningún equipo propio. Es más, hoy combate en huestes extranjeras y puede que hasta enemigas a capricho de los cruces de la Champions. No importa, allí seguían congregados, rogando al defraudador un selfie o una firma en la camiseta, esas decenas de ciudadanos que, seguramente, cotizan sus impuestos, viven al día y se quejan, con razón, de la escasez de las becas, las listas de espera en la sanidad o de lo que cobran sus abuelos de pensión; como si pagar impuestos y tener buenos servicios públicos no tuviera nada que ver.

Dicen los datos sociológicos (serie de barómetros fiscales IEF) que la crisis ha cambiado muchas de nuestras percepciones fiscales. Antes de 2007, cinco de cada diez españoles excusaba al defraudador fiscal, bien por considerar que se pagaban demasiados impuestos, bien por considerar que todo el mundo lo hacía y estaban justificado. A día de hoy, solo dos de cada diez siguen encontrado alguna excusa para amparar el fraude fiscal. Pero está claro que queda mucho por hacer para que bastantes defraudadores dejen de sentirse escudados por una sociedad que en sus trampas solo ve otra razón más para su éxito.

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