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Crónica real de un acto ficticio

Ruth Toledano

Eran las 5 en punto de la tarde y Elena de Borbón, acompañada por su gamberrete hijo Froilán y por su inseparable (ya muy a su pesar, probablemente) Carlos García Revenga, se encontraba en la zona habilitada en la madrileña Plaza de la Independencia para el seguimiento del acto de elección de la ciudad que albergará los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de 2020. Su actitud envarada y la seriedad de su cara eran fiel reflejo de lo que en realidad disfrazaban los fastos (de un penoso, estridente y hortera voluntarismo), previos a la votación que se llevaría a cabo en unas horas. Si tales fastos trataban (aún a duras penas y de esa muy discutible manera) de transmitir un entusiasmo populista (el populismo político se vale del populismo de los medios de comunicación oficiales o súbditos, de las radio fórmula, de los cantantes televisivos, del mainstream), la cara de Elena de Borbón no podía disimular un incomodo que venía de más acá, un cúmulo de tensión anterior que nada parecía tener que ver con los nervios por el resultado. Ni rastro de aquella emoción que rompió en aplausos y lágrimas al paso de la delegación española, encabezada por su hermano Felipe, en el acto de inauguración de los Juegos en Barcelona 92. Ni ella es ya la misma ni los españolitos, tampoco.

Veintiún años después, su cara era el espejo de la pérdida de aquella inmunidad familiar (si aún no judicial, sí fáctica, social) que lo permitió todo, las sonrisas, las lágrimas y lo que te viniera en gana. Su rigidez, su frialdad eran el revés del denuedo agitador de Tony Aguilar y Xavi Rodríguez, presentadores de los 40 Principales, que desde el escenario de la Puerta de Alcalá se desgañitaban por transmitir una excitación popular que no se correspondía con los decibelios previstos, y pedían, a gritos, “más ruido”. Para su embarazoso pie del cañón público (algún espontáneo la abucheó desde el lado plebeyo de las vallas), la infanta taurómaca había escogido un atuendo low profile, más a tono con su situación general. Yo misma respondía mejor al aspecto que el imaginario colectivo guarda para las infantas y los príncipes olímpicos, dado que me había provisto de un sombrero borsalino (si bien adquirido in extremis en ese megachino de la Ronda de Atocha llamado La casa de Pin: un tocado low cost), en prevención de la insolación que evitarían después unas premonitoras nubes (que se volvieron alarmante llovizna en el instante mismo en que empezaban las votaciones y que acabaron en tromba cuando ya estaba todo ganado). Elena de Borbón no llevaba borsalino, elemento que, quieras que no, aporta al conjunto una cierta ligereza, impropia de determinadas circunstancias. No está el horno para adornos, le habría aconsejado, quizás, el propio García Revenga.

Solo cuando apareció el príncipe Felipe en la pantalla gigante de la Puerta de Alcalá, la infanta acertó a forzar una fugaz sonrisa. Sacó una cámara del bolso y disparó algunas fotos con incierta expectación consanguínea, como si no contemplara una pantalla LED sino un óleo de Géricault, y su hermano personificara la posibilidad de una balsa de supervivencia en el naufragio de la Medusa borbónica. Parece que hay objetiva unanimidad en que Felipe estuvo bien, aunque no encuentro mérito alguno en realizar correctamente la única tarea para la que llevas cuarenta y cinco años siendo preparado, con todos los recursos volcados a tal disposición. Solo faltaba que a estas alturas el hereu no dominara el inglés ni supiera dirigirse a unos presentes que, a fin de cuentas, pertenecían al mundillo del deporte y a las procelosas aguas de las relaciones internacionales, que es a lo que principalmente se ha dedicado su clan.

El príncipe le echó tablas, okey, frente al tablao que había montado Ana Botella en su intervención. Lanzada sin red con un inglés de los de vocalizar muy alto para que se te entienda, la alcaldesa gesticulaba como si José Luis Moreno le estuviera moviendo las manitas por debajo de la enagua colorá. Con la entonación sobreactuada de una patética cuentacuentos, la señora de Aznar nos abochornó ante el mundo y nos brindó, soberbia e inconsciente, el regocijo de certificar su finiquito. Por muy en diferido que este sea, quedó claro que a Ana apenas le queda otro futuro que el de unas muy romantic dinners con su musculado mentor.

Cuando Felipe concluyó en su papel de actor de raza, Elena y los suyos desaparecieron y yo decidí darme un garbeo por la Puerta del Sol. Quedaban casi tres horas de megafonía entusiástica, de chillidos cuarentaprincipaleros y de actuaciones musicales infames. No había quien aguantara tanto mal gusto. Empezaba a estar harta, además, de que me rozaran el cogote con globitos rojos promocionales de Madrid 2020 (por cierto que para ser obsequiado por la organización del evento con un botellín de Solán de Cabras era condición sine qua non ser portador del globito en cuestión: vi cómo una amable voluntaria le negaba el agua a un anciano, acaso un poco gorrón).

Felipe el Preparado había dicho en el discurso de su vida que el deporte supone “dignidad humana” y, como no puede haber dignidad sin indignación, me fui a Sol a ver qué quedaba del activista contra los desahucios y la especulación de los Juegos que durante 17 horas permaneció colgado de una farola de la plaza del 15M. Ni rastro. El activista estaba en el calabozo, junto con otros tres detenidos, a porrazos, por los chicos de Cristina Cifuentes. Felipe había dicho también, en ese plural mayestático tan propio de su estirpe, que “toda España quiere los Juegos”. Toda esa España estaba en Sol (y también toda una España a la que parecía traerle al pairo todo “este asunto”, como se refirió a la elección de la capitalidad olímpica un taxista que cogí por la mañana para acercarme a La Casa Encendida a la inauguración de “En Casa”, una exposición de jóvenes creadores comisariada por Luisa Fuentes Guaza) porque fue la única a la que permitieron estar los forzudos de Cifuentes; la otra había sido conducida a la comisaría de Moratalaz. A las puertas de Bankia, convenientemente vigilados por una dotación policial, se concentraban unos cuantos yayoflautas con camisetas de protesta de ese timo de la estampita contemporáneo conocido como la estafa de las Preferentes.

Llegaba la hora de las votaciones, así que volví al redil de la Puerta de Alcalá, en el que habían proliferado los globitos rojos (y, por tanto, los botellines de oro blanco) y ya se concentraba un considerable número de familias de todo tipo y de políticos del PP con blaiser azul marino, pantalón beige, mocasines y pulseritas de cordón. Ellas, las del PP, daban saltitos de sandalia al ritmo de chundachunda de un DJ. Elena y los suyos habían reaparecido. En el aire que circulaba entre todos ellos se mascaba una espuria emoción, que transmitía menos un espíritu olímpico que un afán por darnos a los madrileños en las narices con chanclas de todos los colores. Los presentadores bramaban ya en el escenario. El público enarbolaba los globitos, dejándose hacer. Cuando la pantalla gigante conectó con Buenos Aires, comenzó, débilmente, a llover.

Todo terminó como había comenzado: como una burbuja que estalla en segundos. Casi sin solución de continuidad, Madrid había sido eliminada. A la primera. Los 50 miembros del COI que los olímpicos españoles aseguraron que apoyaban la candidatura madrileña se habían reducido a la mitad. La chancla madrileña quedaba por debajo de la babucha turca. “Qué puta mierda, tío”, soltó Froilán. En la Puerta de Alcalá cesó de inmediato el estruendo. El escenario se apagó. Los presentadores despidieron aquello con una celeridad artificiosa, como si el acto hubiera sido una mera ficción. Los políticos del PP salieron en estampida. Elena y los suyos se evaporaron. Las familias plebeyas se fueron en retirada, abandonando los globos a su paso. Yo me fui a casa a celebrar que la burbuja hubiera estallado lo antes posible.

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