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Ignorancia tributaria e impuestos incomprensibles

Economistas Sin Fronteras

Saioa Bacigalupe —

En no pocas ocasiones los discursos de campaña electoral se llenan de propuestas que alardean de bajar la presión fiscal, ¿cómo identifica entonces la ciudadanía si se trata de consignas políticas vacías que nos intentan convencer de la necesidad de bajar o subir impuestos? La complejidad de los mismos nada tiene que ver con la simplicidad de la retórica que “vende” mejoras para muchos a cambio de mayorías que ayudan a algunos pocos a alcanzar el poder.

Durante la campaña de la renta de este año trabajé elaborando las declaraciones en un pequeño municipio y pude comprobar de primera mano la tensión que generaba este trámite y el desconocimiento en materia tributaria de muchas de las personas que se acercaban a mi mesa. La incomprensión de por qué el resultado es “a pagar” o “a devolver” es generalizada hasta en las personas con formación. Mi empeño por hacer entender la magia de los números que aparecían en la pantalla del ordenador finalmente hacía que alguna que otra persona llegara a entender lo que firmaba en su declaración.

Tras esta experiencia observando de cerca lo que para muchas personas es el momento estresante de cumplir sus obligaciones con Hacienda, creo que muy poca gente entiende de qué va este tinglado y tengo la sensación de que entre las asignaturas pendientes para septiembre nos queda la “Educación Tributaria”. Y es que pensar que Hacienda somos todos y todas es, por momentos, sólo el final de un anuncio que no nos acaba de convencer. ¿Realmente comprendemos los impuestos?

¿Quién paga? Cuántas veces hemos escuchado en tertulias formales o informales frases sentenciosas como “esos que no pagan impuestos”, refiriéndose a aquellas rentas bajas o colectivos exentos en la declaración de la renta por alguna medida de protección social. Cada vez que llega a mis oídos algo así vuelvo sobre la reflexión de que la ignorancia tributaria nos hace muy valientes para afirmar con rotundidad cualquier convicción sin fundamento. Y es que el impuesto menos equitativo, el IVA (Impuesto sobre el Valor Añadido), es el más difícil de evitar en el día a día. Todas las personas consumidoras lo soportamos al comprar cualquier bien o servicio que pasa por el mercado regulado: al precio inicial se le suma un porcentaje en función de determinados aspectos, si es considerado bien de lujo, de primera necesidad, si es cultura... Por si no queda claro por qué es el más injusto, soporta el mismo impuesto quien tiene una asignación monetaria baja que quien tiene una alta, esto es, proporcionalmente paga más quien menos recursos tiene. Es por esta razón que el IVA se ha convertido en una soga que estrangula a las economías domésticas más precarias.

¿Quién no paga? A pesar de no tenerlo interiorizado, esta pregunta se responde fácilmente. «El 72% del fraude lo provocan las grandes empresas», afirma con rotundidad el sindicato de técnicos de Hacienda, mientras los esfuerzos que se dedican a investigar a ciudadanos medios y pequeñas empresas suponen el 80% de los trabajadores de Hacienda. Así es como se sigue apuntando a las personas que para lograr la subsistencia recurren a la economía sumergida en lugar de mirar hacia los grandes capitales, que bien en forma de fortunas o de grandes empresas son los verdaderos defraudadores.

¿Y la desigualdad?

Al hilo de todo esto, hace unos meses nos presentaron la enésima reforma fiscal, con grandes o pequeños cambios sobre el Impuesto de la Renta de las Personas Físicas. Sólo con una lectura en diagonal del documento de referencia, lo primero que nos hace tener un déjà vu son los objetivos que persigue, entre los que se repiten incansablemente el crecimiento económico y la creación de empleo; los titulares de siempre. ¿Y la desigualdad dónde queda? Sí, en tercer lugar se señala la equidad como objetivo, pero si atendemos a la letra pequeña, la progresividad no aumenta. No me salen las cuentas. Sigue habiendo una presión fiscal similar con la reforma, ya que no se incrementa de manera significativa lo que contribuyen los grandes tenedores de capital.

Como no va a ser lanzar todo campanas al vuelo, desde estas líneas también la pluma se lanza hacia reflexiones sobre las propuestas, y como no podía ser menos, a grandes males, grandes remedios:

- Educación tributaria. Más allá de cualquier reforma es importante la necesidad de comprender los impuestos, saber cómo están diseñados, qué objetivos tienen y cómo afectan a nuestra economía. La información es poder y más aún cuando hablamos de temas que nos afectan directamente, por el contrario, la ignorancia hace que nos asimilemos a marionetas con los bolsillos rotos a la deriva. El arraigo cultural de la utilidad y la necesidad de emplear y pagar impuestos también es indispensable, aunque estos cambios son más a largo plazo. Lo esencial es asentar las bases educativas para no empezar la casa por el tejado, y con eso creo que tendríamos encajada la primera pieza del rompecabezas.

- Transparencia de todas las entidades que gestionen fondos públicos. Hoy en día sería tan sencillo como poder descargar de cada entidad que gestione dinero de los contribuyentes los presupuestos ejecutados, es decir, la lista detallada de en qué se quería gastar y en qué se ha invertido el dinero de manera detallada. De esta manera, la elaboración de auditorías o análisis externos e incluso elaborados por la propia sociedad serían una manera de control sobre las propias entidades. Estas, con las cuentas al desnudo, no podrían soportar el pudor de mostrar las vergüenzas vinculadas a tratos de favor y la malversación de fondos.

- Equidad. La idea de que pague más quien más tiene está bastante bien aceptada en la sociedad, pero mi propuesta va más allá: la progresividad debería aumentar. Es decir, proporcionalmente tienen que pagar más quienes obtengan más rentas del ahorro o del capital. Para la abajo firmante existen muchos argumentos, uno de ellos es que los recursos son limitados y si unas pocas personas o entidades los acaparan, deben de existir mecanismos correctores para que todos los servicios que hagan que una vida que merezca (la alegría) vivir lleguen a todas las personas.

- Bienes básicos. El IVA ahoga a quien menos tiene; para compensarlo propongo una lista ampliada de bienes básicos, que contemplen las necesidades cotidianas para la diversidad de personas que formamos la sociedad en cuestiones como son las alimenticias, higiénicas, educativas y culturales. Sí, también culturales, porque como firma un anónimo “si la cultura es cara, prueba con la ignorancia”.

- Acabar con la impunidad de los grandes delitos fiscales. Las campañas de concienciación que vemos en los grandes medios de comunicación masiva no van dirigidos a la lucha contra el gran fraude. A mi juicio el pequeño fraude tiene más que ver con la supervivencia y menos con el enriquecimiento, por eso recalco la palabra “gran” delito fiscal, vinculado al enriquecimiento, y del que nos sobran ejemplos últimamente. No vale con los juicios mediáticos, ni con paseíllos camino al juzgado ni la foto aposentados en el banquillo. Lo que no paga quien evade se reparte entre el resto de las personas que sí tributan; por esta razón, se propone la no prescripción de este tipo de faltas a gran escala.

Si la tributación es cosa de todas las personas que conforman una sociedad para que con esos fondos se puedan abastecer unos servicios públicos de calidad, nada como comprender el engranage de la maquinaria tributaria, al menos, en la parte que nos toca, para así respirar, entender y tener criterio sobre un tema que en la actualidad nos genera un poco (o un mucho) de angustia.

Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autora.

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