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Identificar la España fascista y la que no lo es

Violencia policial en Catalunya durante el 1-O

Ruth Toledano

Hay una España fascista que no va a desaparecer. Existe, se ponga como se ponga esa otra España a la que la camisa negra le hiela el corazón. Con Franco los fascistas estuvieron de forma explícita en el poder porque lo lograron por las armas. Si no es así, los fascistas siguen estando, pero agazapados en formaciones políticas neoliberales como el Partido Popular. Se contienen a base de compensaciones que exigen de forma soterrada o ejerciendo presión legal, a través de denuncias. Son exigencias que suelen tener que ver con la religión, la moral sexual o los derechos de las mujeres: privilegios para los colegios católicos, familia, aborto, homosexualidad. Por debajo de esas exigencias, laten las verdaderas razones que los alientan: los privilegios de las grandes familias de la oligarquía y el capital, la defensa a ultranza de grandes instituciones como la Iglesia y la Corona. Si tuvieran algo de dignidad, a los camisas negras se les podría aplicar el calificativo de braceros o ganapanes, siervos del gran patrón. No pasan de mercenarios.

Sin embargo, decir que los fascistas no pasarán no pasa de ser una consigna fugaz. Ni pasarán ni dejarán de pasar: están ahí. Estaban en el PP y su díscola visibilidad actual nos sirve para hacer un conteo. Nos encontramos lo de siempre: la otra España. La que lleva denunciando a artistas a través de la asociación Abogados Cristianos. La de los guardias civiles que salen de los cuarteles al grito de ‘a por ellos’ pero mienten sobre el odio que ellos mismos siembran. La de los obispos, mantenidos por el Estado, que apoyan a Vox y al PP: el nacionalcatolicismo. Han aguantado el tirón democrático porque seguían, de manera fáctica, en el poder. En la sombra. Cuando se ha puesto en cuestión el pacto del 78, han visto en peligro las migajas que les reportan los privilegios de sus amos y se han vuelto a remangar. Recurren a las armas, que es su manera de vencer: no es casualidad que sus pelotones políticos estén formados por cazadores (armados con escopetas) y taurinos (armados con espadas y cuchillos), ni lo es su propuesta de que la gente disponga de armas y reciba medallas por disparar. Las armas son sus armas. La España del miedo como herramienta de coacción.

Hay dos España, nos guste o no, y solo la vigilancia del poder y la guerra mediática y judicial contra la corrupción representan un ‘no pasarán’ real. Y, en términos electorales, una participación masiva en las urnas de las personas progresistas y de izquierdas. En esta ocasión ese voto no debe estar guiado por lo que nos separa sino por lo que nos une: ejercer de muro de contención del fascismo. Un fascismo que tiene de su parte al Tribunal Supremo, ahí es nada. Tiene de su parte la inercia del televidente, esclavo del amarillismo político (y no me refiero a ningún lazo). Tiene de su parte el hastío y la decepción de una ciudadanía que comprueba otra vez que su lucha es la de David contra Goliat. Tiene de su parte la precariedad, que se extiende por generaciones (y, ya se sabe, yo por mi hija mato). Tiene de su parte el contexto mundial y, en particular, a una Europa sin rumbo ni alma. Tiene de su parte al capital.

Así que no queda más remedio que ser la otra España y ejercer el papel que corresponde. La España que reconoce los derechos adquiridos: derechos sexuales, reproductivos, de expresión, de creación. La España que aspira a respetar al diferente, al extranjero, al migrante. La España que prefiere una consulta a la represión y la violencia. La España que abomina de la barbarie taurina y considera un insulto que esa tortura se considere cultura. La España que no entrega el territorio a los terratenientes y convierte la tierra en un coto de caza. La España laica. La España civil. La España que reconoce que hay dos Españas. La España de las izquierdas, que tiene la obligación de encontrarse en lo que las une y no en la que las divide. Identificarlo. Solo así los fascistas no pasarán. Porque la España fascista es. Lo que hay que impedir es que esté, explícita y remangada. Atarla corto. De momento, poco más.

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