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Genocidas con suerte, genocidas sin suerte

Borja Ventura / Borja Ventura

Dos decisiones judiciales con tres días de separación son el resumen perfecto de lo que la Justicia internacional no ha sido en las últimas décadas: resolutiva. La primera decisión, la histórica condena a 50 años de cárcel para Charles Taylor, ex presidente de Liberia acusado de crímenes contra la humanidad.

La segunda decisión, la condena a Hosni Mubarak a cadena perpetua por la represión durante las revueltas de la plaza de Tahrir. Ambos han tenido juicio, pero otros antes que ellos no han tenido esa suerte. Asesinados sin pasar por el tribunal, ejecutados tras un proceso exprés o, en algún caso, cómodamente recluidos en cárceles que ya quisiéramos algunos como casas. Pero la mayoría se ha librado de la Justicia.more

La condena a Charles Taylor tiene algo de histórica. Es la primera que se dicta contra un ex mandatario de un país desde los juicios a los nazis. Los méritos de Taylor para tal honor se remontan a finales del siglo pasado y principios de este, cuando participó activamente en las masacres en Sierra Leona, financiando con 'diamantes de sangre' a la guerrilla que asesinaba, secuestraba y violaba sin piedad. Ahora, a sus 64 años, deberá cumplir una condena de medio siglo en una prisión británica, país que se prestó a recibir al genocida para evitar que un eventual encarcelamiento en Liberia reabriera una guerra civil que nunca ha terminado de cerrarse. Durante los seis años que ha durado el juicio ha permanecido en una cómoda celda del centro de detención que parecería un palacio a casi cualquiera de sus conciudadanos.

Lo de Taylor es histórico no sólo por quién es el condenado, sino por la condena en sí. El Tribunal Penal Internacional de La Haya lleva diez años trabajando, pero su primera condena llegó hace apenas dos meses. “Nunca se había tenido una actividad tan intensa”, recoge el informe que la institución remitió a la ONU el año pasado. Con un presupuesto para 2012 de 111 millones de euros (y casi 500 millones de euros gastados en sus primeros años de vida, según un observatorio crítico con el tribunal), la institución lleva una década procesando a criminales de guerra y genocidas sin terminar proceso alguno hasta justo este año.

Días después de conocerse la sentencia de Taylor, un tribunal egipcio condenó a Hosni Mubarak a cadena perpetua por no haber impedido la represión brutal de la rebelión contra su dictadura. Las causas por corrupción, aquellas que se creía que servirían para condenarle, no llegaron finalmente a juicio.

Mubarak, de 84 años, gobernó Egipto hasta febrero del año pasado. Fue atendido en Alemania probablemente de un cáncer de próstata, pero se había recuperado. Tras su derrocamiento, comenzó a sufrir todo tipo de dolencias en medio del escepticismo general. Empezó a aparecer postrado en una camilla desde el paraíso de Sharm el-Sheikh. Hace unos días, al ingresar en la cárcel de Torá en la que permanecerá hasta su muerte, se informó de un supuesto ataque al corazón.

En Egipto se han dado mucha más prisa de la que se están dando en la Corte Penal Internacional para los crímenes de guerra de la ex Yugoslavia, otro órgano, éste dependiente de la ONU. Allí murió en 2006 Slobodan Milosevic, principal criminal de guerra yugoslavo, durante un juicio contra él que duraba ya cinco años. Si bien es cierto que este tribunal ha condenado a 64 personas, otras 19 --incluyendo al propio Milosevic-- murieron antes de conocer su sentencia. Y eso sólo en el caso de los crímenes en los Balcanes.

Otros genocidas de nuestro tiempo esperan su turno. Radovan Karadzic, que vivió sus últimos años en libertad disfrazado de anciano asceta, huyendo y escondiéndose, está recluido desde hace casi cuatro años en un centro de detención de la ONU. El tercero de los grandes responsables del genocidio en los Balcanes, Ratko Mladic, lleva un año en las mismas condiciones. El brazo ejecutor de miles de asesinatos y violaciones masivas adujo un delicado estado de salud tras varios infartos cerebrales para intentar librarse de la justicia.

En el mundo árabe los dictadores no han tenido la misma suerte por lo general que los europeos. Ni centros de detención cómodos, ni retiros vacacionales paradisíacos, ni condiciones humanitarias. Muammar Gadafi fue asesinado en misteriosas circunstancias tras ser capturado en los últimos días de su régimen. Saddam Hussein sí conoció un juicio, pero en su país y con un oscurantismo y celeridad muy alejada de los tempos de La Haya. Finalmente fue ahorcado y las imágenes de su castigo filtradas revelaron que la ejecución, en medio de gritos e insultos, se parecía bastante a un linchamiento.

Osama Bin Laden, que no dirigía país alguno pero sí a la red terrorista internacional más importante de nuestro tiempo, fue asesinado sin mediación de jurado alguno en una operación militar estadounidense que se cerró con el anuncio de que el cadáver se había arrojado al mar.

En Latinoamérica los genocidas también se han enfrentado a la Justicia con suerte desigual. En Perú cumple condena Alberto Fujimoricondenado a 25 años de cárcel por delitos de lesa humanidad. Pero lejos de cumplir condena en una cárcel común, disfruta de “una casita de 190 metros cuadrados con sala de reuniones, extensión a la que habría que añadirle el jardín y un huerto”, según el diario El Mundo. Una “casita” custodiada por civiles afines, no por fuerzas militares. Allí, además de “estudiar música y pintura, sigue una dieta de comida oriental que es ligera, sushis, sashimis...”, contaba el diario ABC.

En semejante cárcel purga sus crímenes, crímenes por los que no ha mostrado nunca arrepentimiento, al tiempo que preparó como jefe de campaña el asalto a la presidencia de Keiko, su hija, que prometió indultarle si ganaba las elecciones. Finalmente perdió por un estrecho margen de votos.

El caso más sangrante fue el de Augusto Pinochet, a quien Baltasar Garzón logró retener en Reino Unido para juzgarle por los crímenes de su dictadura. Fue a finales de 1998, durante una visita del dictador chileno a una clínica privada londinense. Tras un pulso judicial internacional en el que tomaron parte los gobiernos británico y español fue liberado por motivos de salud en la primavera de 2000. Salió de Reino Unido en silla de ruedas y casi sin capacidad de habla y, tras un vuelo de casi catorce horas, aterrizó en Santiago, se puso en pie en la pista de aterrizaje y empezó a caminar saludando a sus seguidores.

En Chile continuaron los juicios contra él y se dieron pasos administrativos, pero a pesar de estar acusado de crímenes contra la humanidad por sus asesinatos selectivos acabó muriendo seis años después rodeado de su familia y sin haber pasado por la cárcel. Como Francisco Franco, sólo que él ni siquiera llegó a conocer un tribunal por dentro.

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