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Hacer América grande otra vez

Protestas en Nueva York tras las redadas para detener indocumentados en EEUU.

Mariola Urrea Corres

Desde el país que gobierna Trump resulta interesante seguir los últimos acontecimientos políticos en España. La distancia geográfica no resta atractivo al seguimiento de los debates a los que ha dado lugar la moción de censura presentada contra Mariano Rajoy o el desarrollo, este último fin de semana, del Congreso del PSOE. Simplemente le impone al análisis la necesaria distancia emocional a la que, sin duda, contribuye el escaso interés que los medios de comunicación americanos dedican a España, tan concentrados como están ahora en los asuntos comprometidos que cuestionan la idoneidad de Donald Trump como presidente.

Efectivamente, en las últimas semanas los informativos norteamericanos no han dejado de abordar dos asuntos que, de probarse, hacen verosímil una acusación de obstrucción a la justicia contra el presidente de Estados Unidos como fundamento necesario para un impeachment. Nos referimos, de una parte, a la denuncia impulsada por dos fiscales sobre pagos procedentes de terceros Estados hacia el conglomerado empresarial de Trump y su discutida compatibilidad con la Constitución; y, de otra, a los avances en la investigación que dirige con firmeza el fiscal independiente, Robert Mueller, encaminada a confirmar la existencia de vínculos con Rusia durante la campaña electoral presidencial.

La elección como presidente de un personaje tan estrafalario como Trump resulta, para muchos europeos, razón suficiente para suscitar una suerte de enmienda a la totalidad sobre los Estados Unidos. No les falta parte de razón a quienes así piensan si tomáramos al pie de la letra cada uno de los tuits que el presidente lanza a diario desoyendo el consejo de sus abogados; y, más aún, si estuviéramos en condiciones de poder afirmar que la mayoría del país suscribe estos planteamientos como propios. Pero creo, honestamente, que partir de esa premisa, además de ser un ejercicio tramposo en términos argumentales, resulta un planteamiento desmentido por el vigor institucional, mediático y social con el que se cuestionan algunas decisiones adoptadas por la administración Trump.

Desde este enfoque, resulta razonable la solvencia del sistema norteamericano para depurar todo indicio de responsabilidad (política o jurídica) en la actuación de quienes asumen funciones de gobierno. Como corresponde a sistemas democráticos consolidados, el trabajo de este complejo engranaje institucional exige tiempo, no está exento de presiones y se apoya en un proceder meticuloso cuyas conclusiones todavía pueden tardar en llegar pero, si finalmente se materializan contra el presidente, resultará imposible ignorar sus consecuencias.

Estas pequeñas 'islas de resistencia' son las que drenan de forma natural el sistema político eliminando aquellos elementos que pervierten su funcionamiento con comportamientos impropios de la función pública o directamente ilegales. Sólo así es posible preservar la validez de los postulados sobre los que se asienta la democracia moderna más antigua por muy imperfecta que ésta nos parezca.

En definitiva, si el propio marco institucional estadounidense es un buen escudo frente a una manera disparatada de hacer política, no es menos relevante a estos mismos efectos constatar la resistencia que manifiesta parte de la propia sociedad civil americana contra su Gobierno. En este sentido, Nueva York es, sin duda, uno de los referentes más críticos para la administración Trump, aunque sea esta ciudad la que ha permitido al empresario desarrollar un imperio inmobiliario que ningún visitante puede obviar ante el despliegue de seguridad que protege hoy su mítico rascacielos de la Quinta Avenida.

Nueva York sigue siendo la ciudad ruidosa, enérgica, sucia, estimulante, desigual, atractiva, diversa, segregada, exigente y despiadada que ha sido siempre. Una ciudad en la que todo el mundo es bienvenido, donde siempre hay un lugar reservado para el talento, aunque muy pocos puedan materializar el triunfo que representa el sueño americano. Una ciudad excesiva en todo, hasta el punto de que nadie resulta lo suficientemente excéntrico como para llamar la atención y, sin embargo, algunos encuentran las condiciones óptimas para brillar de una manera especial.

Pues bien, es en este escenario reservado para triunfadores donde también se desafían las políticas vergonzantes que han vertebrado el discurso de Trump. Lo hace cada noche con humor Stephen Colbert en su Late Night Show de la CBS. Y de una manera menos estridente, pero con profunda convicción, también muestran su desacuerdo algunos pequeños comercios de Manhattan. Es el caso, ciertamente llamativo, de una cafetería de la exclusiva Upper East Side de Nueva York. Un cartel en la puerta de entrada de la Avenida Madison deja poco margen para la duda acerca de cuál es el posicionamiento de sus responsables frente a las políticas de Trump: “Refugees and immigrants welcome here. No muslim ban. No border wall. Our communities values stand tall”.

Habrá quien reste importancia a esta anécdota al entender que se trataría más bien de un acto de cierta rebeldía de un sector privilegiado de la sociedad americana que, por sí solo, no puede cambiar una política federal y que, sin embargo, seduce a una gran parte de americanos recelosos frente al extranjero.

No discuto que dicho posicionamiento pueda explicarse desde ese planteamiento, ni pretendo negar que la anécdota del cartel difícilmente pondrá en aprietos a Trump. A pesar de todo, no queremos restarle importancia a este tipo de reacciones que, en cierta medida, reconcilian al visitante europeo con Estados Unidos por representar una profunda resistencia hacia aquello que deteriora los valores sobre los que ese país fue construido.

En definitiva, son estas fórmulas espontáneas de protesta contra determinadas decisiones de la administración Trump y no las políticas del presidente en determinadas materias tan sensibles como la política migratoria las que, a nuestro juicio, permiten hacer América grande otra vez.

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