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Jóvenes, mujeres y niños ¡al final de la cola!

Imagen de archivo de menores en un aula. / Edu Bayer

Pau Marí-Klose

Hemos dejado la crisis atrás. No se empeñen en negarlo. Los síntomas de recuperación son apabullantes: crece el empleo, sube el precio de la vivienda, e incluso se descontrola la inflación. Cualquier día de estos veremos abrir una nueva oficina inmobiliaria en el vecindario o nos llamará un banco para ofrecernos un préstamo. La crisis forma parte del pasado, un pasado doloroso, pero finiquitado. No le den más vueltas. Si siguen revolcándose en los recuerdos de un drama ya superado, van a empezar a mandar señales preocupantes.

Lo que no forma parte del pasado son problemas sociales estructurales que nos acompañan desde mucho antes de que estallara la crisis y las secuelas que esta ha producido, que van por barrios. Visibles son las cicatrices de quienes sufrieron más, que no fuimos todos, ni la gente, ni las mayorías sociales, ni siquiera las clases medias, por mucho que haya quienes quiera describirnos interesadamente la crisis como una experiencia colectiva, trasversal, de la que solo logró librarse un grupo reducido de villanos atrincherados en inasequibles refugios del privilegio.

No salimos de la crisis igual que entramos. Salimos con un mercado de trabajo más precario y con un Estado de bienestar más frágil, no tanto por los recortes (que haberlos, los ha habido sin duda, pero no siempre tan dramáticos como algunos nos señalan), sino porque la etapa de crisis representó una cuasi-década perdida para las políticas públicas. Durante ocho años no hicimos los deberes para adaptarnos a nuevos desafíos. Y lo poco que se hizo acentuó desequilibrios y fenómenos de injusticia social.

No abordamos los problemas de precariedad del mercado de trabajo que ya antes de la crisis trastocaban las trayectorias vitales de los jóvenes, imponiéndoles esperas insólitas en su proceso de transición a la vida adulta, condicionando sus proyectos sentimentales y familiares. La crisis quebró un pacto intergeneracional por el que se invitaba a los jóvenes a demorar expectativas: “Cuando seas padre comerás huevos”. De repente, los jóvenes perdieron la esperanza de vivir el tipo de vida que las generaciones anteriores les habían enseñado a valorar y vieron inalcanzables los fines que sus padres les habían empujado a perseguir: un empleo estable, una vivienda en propiedad, una posición sólida en la clase media tras invertir mucho en estudios de grado y posgrado… Después de la crisis, nadie les devolverá el tiempo perdido.

Volverán a tener empleo, probablemente llegarán incluso a tener una ocupación estable, se emanciparán si no lo han hecho ya. Pero nadie compensará las experiencias de ansiedad, frustración e incertidumbre provocadas por la falta de empleo y perspectivas laborales durante tantos años consecutivos. Nadie compensará que no pudieran coger el tren varias veces en que quisieron irse de casa a vivir solos o con su pareja. La mayoría no llegaran a tener los hijos que planeaban tener. Durante ocho años sus historiales de cotización presentan enormes lagunas, no han acumulado recursos ni patrimonio, y por ende, la reforma de las pensiones (en diferido) cargará sobre sus espaldas castigadas los ajustes que los gobiernos no se atrevieron a hacer hoy para garantizar pensiones dignas mañana. Las pensiones de quienes hoy son jóvenes.

Durante ocho años aplazamos reformas necesarias. Pero seguramente las más importantes no fueran aquellas de las que más se habla en seminarios y desayunos informativos de políticos, banqueros y los académicos que más brillan bajo los focos. Poco se habló durante la crisis del terremoto sociológico que ha supuesto en las últimas décadas la transformación de la vida de las mujeres. De lo que el sociólogo Gosta Esping Andersen llama “Revolución Incompleta”. Entre 1996 y 2016 el volumen de mujeres en el mercado de trabajo se ha incrementado en 5 millones (frente a algo menos de 2 millones de varones). La inmensa mayoría ha venido para quedarse. Su nivel educativo, sus estilos de vida y sus aspiraciones poco tienen que ver con el de sus madres. Tener empleo y autonomía económica es, para ellas, tanto o más importante que tener una familia.

El cambio ha sido vertiginoso y de una trascendencia inusitada. Se trata de un nuevo marco que impone nuevas dinámicas de convivencia y estilos de vida, sobretodo entre jóvenes, no exentos de problemas y contradicciones. En los últimos años se ha hecho más evidente el desacoplamiento entre los ritmos de incorporación de la mujer al mercado de trabajo, por un lado, y las pautas de redistribución del trabajo doméstico y de cuidados por otro. Incluso en las condiciones aparentemente más favorables a la corresponsabilidad, cuando la mujer tiene ingresos propios o es la proveedora principal del hogar, el trabajo doméstico masculino suele ser habitualmente complementario al que realizan ellas.

En estas condiciones, se hace más evidente el desajuste entre las necesidades de las nuevas familias y las tradicionales lagunas de nuestro Estado de bienestar en el ámbito del cuidado de niños y personas dependientes, las deficientes políticas de flexibilidad horaria de las empresas, o la falta de armonización de horarios de trabajo y escolares. Los años de crisis representaron años de estancamiento, donde las estructuras públicas y del tejido empresarial, tras una etapa pre-crisis que había invitado a cierto optimismo, renunciaron a adaptarse a la nueva situación, desatendiendo problemas familiares acuciantes. Esos problemas siguen ahí, relegados en la trastienda del hogar, gestionados con enorme dificultad dentro de los grupos familiares, generalmente por mujeres que sobrellevan tortuosamente “dobles jornadas”.

Un tercer colectivo para el que la crisis pasó, pero los problemas no, son los niños. El excelente informe Desheredados, de Save the Children, dibuja con suma nitidez una realidad sangrante, que la crisis ha contribuido a agravar, pero que a grandes rasgos ya nos acompañaba en época de bonanza: elevadas tasas de riesgo de pobreza infantil y carestía, graves problemas de desigualdad socioeconómica en la infancia, riesgos de exclusión educativa y sanitaria derivados de esas desventajas, etc. El impacto económico de la crisis ha sido especialmente duro en las familias más desfavorecidas con niños, mucho más que en otro tipo de hogares.

La crisis ha servido para que por primera vez prestemos algo de atención a la anómala situación de las familias con niños en nuestro país. Pero ese interés está remitiendo. Los partidos que mostraron cierta voluntad de corregir este problema con políticas específicas comienzan a flaquear en la determinación que parecieron exhibir durante la campaña electoral, y las demandas de otros colectivos más “ruidosos” están encaramándose de nuevo a las posiciones de preeminencia que siempre han ostentado.

Evidentemente la larga lista de grandes castigados por la crisis no acaba aquí. Sería una injusticia no nombrar a los inmigrantes que llegaron a España hace años con la esperanza de forjarse un futuro, y que muchas veces se vieron expuestos al azote más cruento de la crisis (muchos de ellos por ser jóvenes, mujeres o niños), privados de redes suficientes para asistirlos o sacarlos del atolladero, excluidos del acceso a prestaciones contributivas (por carecer de los historiales de cotización necesarios), o formalmente expulsados del sistema sanitario si carecían de permiso de residencia.

Tampoco puede dejar de mencionarse a los dependientes que esperaron infructuosamente la atención de los servicios sociales, o una plaza en una residencia pública; o a los enfermos que, por no beneficiarse del acceso especial a medicamentos dispensado a algunos colectivos, tuvieron problemas para afrontar los copagos. O a los parados de edad avanzada que vieron bloqueada definitivamente cualquier perspectiva de reincorporación al mercado laboral.

Pero dejen que hoy este artículo lo dedique a jóvenes, mujeres y niños que, como todos, han dejado de estar en crisis, pero para quienes lo malo de una crisis que se acabó sigue y seguirá presente, con mayor o menor virulencia, cotidianamente en sus vidas.

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