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Jugando con las emociones

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Begoña Huertas

Mariano Rajoy llegó a la entrevista con Jordi Évole (en el programa de Salvados que se emitió el pasado domingo) con el fin de transmitir una sola idea: la gente es buena. “Me gusta la gente. Me llevo bien con la mayoría”, dijo. “Es más la mayoría que no comete actos de corrupción” repitió machaconamente durante sesenta minutos.

La verdad es que resultó pesada su insistencia en eso que llamaba “juicio global” y que en definitiva no era más que el intento de no mirar de frente la indiscutiblemente extendida corrupción en su partido. Un empeño pesado y difícil el suyo -“No generalicemos”, llegó a decir, “intentemos siempre hacer un juicio global”-, pero al fin y al cabo simplón: la mayoría de la gente, etcétera.

A mí, como a todos los miopes, eso de mirar en conjunto sin atender al detalle es algo que me resulta muy familiar. Claro que podemos desenvolvernos en un mundo borroso si nos quitamos las gafas, pero con la incómoda consecuencia de perdernos tal vez lo que importa (el nombre de una calle, la mirada de una persona al otro lado del vagón de metro, el título de un libro en la estantería más alta). Los detalles a los que no quería prestar atención Mariano Rajoy resultan ser nada menos que los cargos más importantes de su partido. Existe un concepto neurológico denominado “miopía del futuro” que ciertos politólogos aplican a la sociedad: se trataría de la tendencia a elegir lo que brinda una satisfacción inmediata sin tener en cuenta el daño que esta pueda ocasionar a la larga.

Decía David Hume que la razón es esclava de la emoción. En efecto, parece ser que gran parte de nuestras decisiones están guiadas por estados afectivos y por emociones que muchas veces no alcanzan la conciencia. Estos días he leído sobre la prueba que los estudiosos del comportamiento llaman “juego del ultimátum”. Esta consiste en que un sujeto A recibe 10 euros y tiene que ofrecer al sujeto B una suma entre 0 y 10 euros. Se supone que a priori el jugador B aceptará cualquier oferta, ya que incluso 1 es más que nada, y él parte con nada. Sin embargo, en los estudios llevados a cabo se observó que la mayoría de las personas en la posición B rechazaba una oferta menor de 3 euros porque se sentían insultados. Pero he aquí lo más interesante: en el caso de que el papel del sujeto A lo realizara un ordenador, entonces los sujetos B aceptaban cualquier cantidad de buen talante. No se sentían despreciados por la máquina.

El doctor Drew Westen, pionero en investigar el “cerebro político”, afirma que los electores deciden su voto con un 80% de la decisión basada en sus emociones y corazonadas y un 20% restante fundado en los asuntos o temas en discusión. Esto se dice de los votantes, pero es de suponer que lo mismo ocurre con los políticos. Habría que ver en los intentos de gobierno que se han desarrollado -y se desarrollan- estos meses qué peso han tenido las simpatías, las neuras o los complejos de unos y de otros.

Refiriéndose a EEUU el doctor Westen asegura que el partido demócrata suele perder las elecciones porque sus dirigentes tienden a pensar que los votantes votan con la razón (y aquí me acuerdo de la desesperación de Julio Anguita por hacerse entender). Los republicanos, por el contrario, hablarían a ese 80% emotivo, generalmente concitando miedo y odio.

En este momento en España el discurso conservador apela a la estabilidad, tranquilidad, seguridad y consolidación. Pero… consolidación ¿de qué?, ¿de la corrupción? ¿Tranquilidad del paro? ¿La seguridad del fraude? ¿La estabilidad de la precariedad y la desigualdad? Los detalles no importan, diría el presidente en funciones. Mariano Rajoy en su entrevista con Jordi Évole iba con la idea fija de imponer la emoción a la razón, por algo apareció en un programa de TV y no ante el Congreso.

El final de la entrevista fue horrible para mi gusto. A parte de los halagos frente a la cámara que se dedicaron uno y otro, cuando Jordi Évole hizo referencia a los chistes sobre los lapsus del expresidente que “están divirtiendo a los españoles”, a Rajoy se le iluminó la cara: “los políticos tenemos sentimientos”, afirmó con satisfacción. Qué más quería él que terminar así.

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