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Mojarse para limpiar el fútbol

Carlos Hernández

Una de las indudables claves de la sorprendente supervivencia política de Mariano Rajoy es ejercer como nadie la técnica del avestruz. ¿Que hay un gravísimo caso de corrupción en su partido? El presidente se esconde unos días tras el plasma hasta poder decir aquello tan falso como reiterado de: «Ya hemos dado explicaciones». ¿Que España no tiene gobierno? No hay problema, Mariano se sienta a esperar a que el principal partido de la oposición le resuelva la papeleta. ¿Que salta un monumental escándalo fiscal que afecta a algunos de los futbolistas más relevantes del país? Pues «sobre eso que se moje la Agencia Tributaria, yo procuro no opinar de lo que no sé»… y a correr.

Rajoy sabe perfectamente de qué temas no le conviene saber o debe aparentar no saber; y uno de ellos son las corruptelas y excesos que rodean al deporte rey. En esto también, el presidente se rige por ese desarrollado instinto de supervivencia. Tocar el fútbol es mentar a la bicha, es enfrentarse al riesgo de cabrear a los aficionados más acérrimos (que son muchos) y, por tanto, de perder cientos de miles de votos. Lo realmente grave es que todo un presidente del Gobierno elija no mojarse en un momento en el que millones de contribuyentes se están preguntando si ellos son los únicos idiotas que cumplen con Hacienda.

Políticos, periodistas, empresarios y también aficionados tenemos la culpa de que el fútbol se haya convertido en una burbuja de impunidad. El problema viene de largo, desde el mismo momento en que se permitió primar el interés económico sobre el deportivo. Entre todos hemos ido creando un sistema que ha entregado los clubes a empresarios cuyo único objetivo es mercadear con los jugadores y utilizar el palco para hacer florecer sus negocios. Un deporte tan noble como el fútbol se juega hoy en un terreno embarrado en el que se desenvuelven con soltura especuladores, representantes pseudomafiosos, asesores especializados en defraudar y hasta traficantes de niños promesa que son abandonados a su suerte cuando dejan de ser rentables.

Todo vale para tener la mejor liga del mundo y lograr que en ella jueguen los futbolistas más importantes: desde dar pelotazos urbanísticos con los terrenos de las instalaciones deportivas, hasta aprobar una ley a la carta para que las estrellas paguen la mitad de impuestos que el resto de los mortales. Así nació la llamada ‘Ley Beckham’, aprobada por el último gobierno de Aznar y que Zapatero no se atrevió a recortar hasta 2010, cuando la crisis ya se había llevado por delante millones de empleos.

En ese contexto de impunidad no desentonan las reacciones cómplices que han provocado los recientes escándalos. Lo vimos cuando Leo Messi fue condenado a 21 meses de cárcel por tres delitos fiscales: apoyo cerrado del F.C. Barcelona, tibieza entre los políticos locales y forofismo de buena parte de los periodistas deportivos catalanes. Una situación que se vive ahora a la inversa cuando la sospecha salpica a madridistas como Ronaldo, Coentrão o Módric: respaldo incondicional del Real Madrid, pasapalabra del presidente del Gobierno y un “mejor paso de puntillas” de la prensa futbolera de la capital.

Una complicidad que también exhiben las empresas que eligen a este tipo de personajes para vendernos sus productos. Ver a Mourinho protagonizar el spot del principal patrocinador de la Liga de Campeones es muy significativo. El ahora presunto defraudador se ganó el contrato con Heineken a base de vomitar improperios en sus ruedas de prensa y meter el dedo en el ojo, literalmente, al rival. Messi, el condenado por defraudarnos a todos, o Cristiano, el sospechoso, también se atreven a darnos multitud de consejos comerciales desde la televisión.

Sería, no obstante, un error echar solo la culpa hacia arriba. Todo esto no sería posible sin el silencio, cuando no el aplauso, de millones de aficionados. Los estadios no han clamado contra las recalificaciones de terrenos, ni contra el jugador defraudador, ni contra el presidente cómplice. Tampoco ha habido boicot contra la empresa que utiliza la imagen del chulo, del agresivo o del condenado. Nada importa si el equipo gana los partidos.

Más allá de la trascendencia ética, económica y política de todo lo que está ocurriendo, hay un efecto mucho más perverso. Las estadísticas revelan que entre un 50 y un 60% de nuestros jóvenes tiene como modelo a un futbolista de élite. El porcentaje crece todavía más en niños de entre 6 y 12 años. Es en este hecho en lo que deberían pensar los Florentinos, Bartomeus y Cerezos cuando le cubren las espaldas a jugadores que son pillados defraudando a Hacienda, conduciendo a 200 kilómetros por hora o formando parte de oscuros escándalos sexuales.

Noelia López-Chado, consultora, coach y experta en comportamiento infantil, nos alerta: «Cuanto más impacto social tenemos, más debemos “hacerlo bien”. Millones de ojos nos observan dispuestos a imitarnos y si los referentes sociales van en contra de la ética y los valores humanos, mal futuro nos espera. Los ídolos y las personas famosas deben ser modelos de conducta e integridad. Me aterra esta sociedad donde ya todo vale, y las personas más visibles hacen todo lo que quieren por dinero y poder. No quiero que sean ejemplos para mis hijos».

No es por tanto un asunto para frivolizar ni para tomarse a broma. No lo merecen nuestros hijos e hijas ni tampoco aquellos miembros del planeta fútbol, la mayoría, que se comportan de forma honorable. Es por tanto el momento de mojarse. Ya sabemos que los responsables de los clubes, los anunciantes y nuestro inefable presidente no lo harán. ¿Lo haremos los ciudadanos?

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