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Morirse a escondidas

José Antonio Arrabal

Raquel Ejerique

Si la eutanasia o el suicidio asistido estuviera regulado en España y fuera legal, paradójicamente José Antonio seguiría vivo. José Antonio se mató por si no podía matarse luego, cuando el ELA estuviera más avanzado. A cámara, rompiendo la etiqueta de cobarde que aquellos que hojean más la biblia que la constitución han colgado sobre los suicidas. Les reconforta negar al otro y sus razones por miedo siquiera a imaginarlas.

Su suicidio en directo, que publicó El País, es un acto de libertad personal y también de activismo: si un médico hubiera podido estar con él, si un médico hubiera podido suministrarle un medicamento cuando él hubiera querido, se habría ahorrado la soledad, la clandestinidad, su familia podría haberle acompañado. Hubiera podido estar seguro de que no iba a sufrir. Eso es mejor que comprarse un jarabe veterinario por Internet o vete a saber qué potingue y morir solo en casa para que un juez no pueda imputar a tu mujer, a tus hijos o a los periodistas que acudieron a tu domicilio.

Sin querer ofender a los sanos, es hora de aclarar que hay enfermos que quieren morirse, y morirse duele: se llama agonía al final de la vida. No tenemos por qué pasar por ella, como no tenemos que sufrir un cáncer en casa estoicamente sin buscar remedio. Solo si lo elegimos.

Así como la reforma del aborto no provocó colas de mujeres deseando pasar un buen rato abortando (las cifras no dejan de caer desde 2011), la legalización de la muerte con ayuda médica en casos de enfermedades incompatibles con la vida no va a provocar jaranas de suicidas. Esto no es una fiesta, señores, sino un derecho: decidir cuándo y cómo, para que no lo decida el Señor ni el médico de turno. A veces hay que rezar al primero para que no te toque un ultracatólico de segundo.

El Congreso está de momento con los fuegos artificiales, aprobando proposiciones que recogen lo que ya recogen las leyes que no se cumplen: cuidados paliativos, no engañar al paciente aunque lo pida la familia… Tratar al sujeto como si fuera el sujeto paciente en lugar de un menor de edad. Lo básico, que se presenta en sede parlamentaria como si fuera un avance que no es. El paso real es que el ciudadano elija cómo morir al igual que ha elegido cómo vivir: eso solo encaja con la eutanasia o el suicidio asistido. En el primer caso, el fallecimiento lo provoca un médico. En el segundo, ayuda a que el propio paciente lo haga.

“¿Por qué me tengo que ir a Suiza a morir y no puedo hacerlo en España? Aquí he estado pagando mis impuestos”, se preguntaba José Antonio en una entrevista con eldiario.es. Seguramente por cobardía, por no legislar contra la ideología conservadora dominante, porque preferimos mantener las frases de consuelo pasivo, en las que, no seamos cínicos, se desea igualmente la muerte. “A ver si Dios lo llama pronto” es la eutanasia teórica y católica, pero es más práctico llamar al médico.

Una ley de eutanasia no obliga a nadie a morirse ni mata a los sanos. Da la tranquilidad de saber que, en caso de que no tengas cura, de que sufras, podrás decidirlo tú, sin que te lo decidan. Si la hubiera, José Antonio quizás seguiría vivo por un tiempo. O no: “Sé cómo terminan los pacientes de ELA, con una dependencia total de su familia y sin movilidad. No quiero acabar así”. Al final, ha cumplido su deseo recuperando la dignidad que el Estado, que ha resultado ser el cobarde en esta historia, le había secuestrado.

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