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Nadia

La niña Nadia / Europa Press

Elisa Beni

Soy periodista y tengo una enfermedad rara (Orpha 3260). Nunca abordo temas personales en mi columna. Esta vez voy a hacer una excepción con su permiso. El tema de la instrumentalización de la niña Nadia por sus padres me ha dejado conturbada por partida doble. No voy a referirme tanto a la conducta delictiva de su padre -junto a la estafa, el juez habla de unos hechos que,dice, se acercan al tipo de utilización de menores para la mendicidad- ni al hecho incuestionable de que se haya considerado que la conducta solo puede ser dolosa y de un carácter tan grave que ha provocado su ingreso en prisión preventiva y la retirada de la guarda y custodia de la niña. No voy a hacerlo porque las conductas patológicas se producen en todos los estratos sociales y también pueden suceder en ámbitos tan delicados como la enfermedad. Es terrible la situación de la menor y sobre eso no necesitamos ninguno muchas explicaciones.

Lo que sucede con este caso es que trasciende el ámbito de una familia, o de un grupo cercano a ella, y eso es lo que me indigna profundamente del comportamiento inmoral y presuntamente delictivo de estas personas. El daño que en materia de solidaridad pueda producir en nuestra sociedad es de tal calibre que, desde mi empatía como enferma, sólo puedo pensar que lo importante es reforzar a todas las personas de buena fe en el hecho de que la inanidad de una sola persona no debe perjudicar al resto de enfermos que, en muchos casos, siguen dependiendo de la ayuda y el apoyo de las gentes de bien para poder gestionar problemas que pueden llegar a ser inmensos e inabarcables para individuos aislados.

No dejen que la falta de escrúpulos de una persona les aleje del dolor de otras. Este sería el peor delito que se podría cometer en este caso. Metafóricamente este delito de matar la generosidad y de crear una prevención y una duda sistemática hacia estas cuestiones produce un daño social que va más allá de cualquier daño personal. Por eso, porque todo esto ha sucedido con relevancia mediática, creo que es mi deber visibilizar que los afectados por las enfermedades raras son personas que merecen que les apoyemos en su afán por lograr que se investiguen formas para su cura o para la mejora de su calidad de vida. Personas que están entre nosotros. Personas que, incluso, podemos llegar a ser cada uno de nosotros. Las enfermedades raras son miles, aunque cada una afecte a poca gente, y no son exclusivamente patologías genéticas que afecten a niños. Yo misma estaba sana como una lechuga hasta hace unos años y no hay ninguna causa genética en mi patología. Es más, no hay causa conocida más allá de que sólo se ha datado su inicio en alérgicos. Piensen cuántos de ustedes o de sus seres queridos lo son.

Además de todo lo anterior, como saben, soy periodista. Así que hay una suerte de dolor añadido en este suceso que también me atañe. No creo que el corporativismo deba guiarme aquí. Se produjeron errores graves en la praxis periodística y no hay que minimizarlos sino corregirlos. He leído en el diario afectado que “el periodista fue víctima del relato falso”. No, oigan, el periodista fue víctima de su propia mala praxis profesional en la que no medió ni un mínimo esfuerzo de comprobación. Una comprobación que no precisa de grandes despliegues ni conocimientos.

Es tan simple que van a poder hacerla ustedes mismos si lo desean. Hay un portal de información sobre enfermedades raras que se llama ORPHANET en el que participa la Comisión Europea. Entre otra funciones tiene listadas e identificadas todas las enfermedades raras que se conocen e indicaciones sobre su prevalencia y gravedad. ¿Han visto el número que les he puesto entre paréntesis en la primera línea? Es el número que tiene en esa clasificación mi enfermedad. El uso del portal no puede ser más sencillo. Vayan a Orphanet y en el buscador pongan “Tricotidistrofia”. Verán que es la enfermedad orpha33364 y con la simple lectura de la descripción comprobarán que no afecta a órganos vitales de ningún tipo. Simplemente con que el periodista hubiera hecho este mínimo gesto podía haber ido enlazando comprobaciones y preguntas que hubieran tirado por tierra una versión tan disparatada como la que ofrecía el relato del padre. No lo hizo. Según la investigación realizada después por El País, sólo se ha datado un caso de una persona con tricotidistrofia fallecida y, ya es casualidad, tenía además de esa enfermedad la misma que tengo yo. Murió de esta última, que sí es de riesgo vital.

Un periodista no puede dejar de lado que las normas de este oficio -fijadas a base de lustros de ejercicio y errores profesionales- están para algo y ese algo es no cometer fallos que pueden tener graves consecuencias sociales como ha sucedido ahora.

Como periodista y como enferma de una rare disease tengo que decirles desde aquí que este error ha sido grave pero que no puede servirnos de excusa. Ni a unos ni a otros. Ni a los periodistas para no reconocer que en ocasiones obviamos las reglas de nuestro oficio ni a los ciudadanos para adormecer sus conciencias pensando que no tiene sentido ser solidarios o generosos como tantos demuestran cada día que son.

Sigamos cada día empeñados en ese afán de ser buenas personas y buenos profesionales. De los casos socialmente patológicos ya se ocupa la Justicia. Sólo desear que los oficios de esta y de su familia arropen a una niña inocente y enferma como Nadia ofreciéndole las mejores expectativas de vida.

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