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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Pedro Sánchez y la profecía autocumplida

Pedro Sánchez da la mano a Susana Díaz y Patxi López tras ganar las primarias a la Secretaria General del PSOE.

Pau Marí-Klose

Los populistas son animales mitológicos que algunos ven corretear por todos lados. La capacidad de estos seres de agitar el cóctel de las bajas pasiones es descomunal. Cuando te expones a sus hechizos, al parecer, estás perdido. Tu racionalidad se tambalea. Entras en un carrusel caótico de estados mentales de agitación, que nubla tus capacidades cognitivas y las competencias analíticas que tanto te ha costado adquirir y cultivar. Crispación, indignación, ira y cólera se alternan, salpicadas por episodios de ilusión excesiva, gregarismo y entrega acrítica a un líder cuyos defectos son visibles a todos que todavía tienen la fortuna de no haber sido contagiados por la infección populista.

Esta es la retórica que han manejado (a veces con soltura, últimamente ya con cierta fatiga o falta de imaginación) acrisolados políticos, tribuneros, columnistas y tertulianos para fustigar a candidatos que cometían la osadía de desafiar a partidos o líderes llamados a ocupar la hegemonía política en nuestro país (alguno diría “tocados por los dioses” para ello).

No ha faltado razón a quien denunciaba la existencia de estrategias populistas, que aunque más o menos extendidas en todos los partidos políticos, cobraban especial fuerza en algunos líderes y partidos más que en otros. Tampoco ha faltado razón a quienes anunciaban el inicio de una edad dorada de la demagogia, la simplificación y la posverdad, y que en este terreno de la competición política había unos líderes que se mueven con más eficacia que otros. Pero el foco de mi atención no son estos analistas perspicaces y matizados que, en sintonía con una tradición respetable de análisis académico, se tomaban en serio el fenómeno del populismo. Mi interés son los creyentes en el animal mitológico, contra el que están dispuestos a luchar denodadamente, abanderando una suerte de campaña de la civilización frente a la barbarie.  

La última víctima de esta retórica anti-populista es Pedro Sánchez. En palabras del casi siempre acertado Fernando Vallespín, Sánchez habría acudido instrumentalmente a reclamos que encajan en un populismo de manual para vencer las primarias apelando a un mix emocional imbatible: anhelos no satisfechos; indignación hacia el enemigo, esperanza para los próximos. Antes de Vallespín, un auténtico ejército de columnistas y tertulianos, mucho menos hábiles para el análisis que el reputado catedrático, habían sostenido tesis parecidas, construyendo un eje discursivo perfectamente perfilado, que se expresa en mil variantes, muchas veces sobrecargadas de cultismos y bellas metáforas, pero que hacen escasas aportaciones novedosas al conocimiento. Asistimos a la interpretación coral de un bolero de Ravel discursivo, que cobra momentos de brío en que parece que inminentemente podremos pasar a escuchar un argumento nuevo, pero eso nunca ocurre.

Tan a mano tenía Susana Díaz y sus aliados la retórica anti-populista, y tan avalada estaba por egregios referentes intelectuales, que no supieron resistirse a usarla (algunos, maliciosos, dirían que a falta de mejores ideas). Así, todos juntos, en Santa Alianza para acorralar al populismo, contribuyeron a construir un personaje, que cobraba fuerza a medida que se esforzaban en caricaturizarlo y demonizarlo. Gracias a ello Sánchez, en efecto, tenía la oportunidad de confirmar que tenía enemigos poderosos. Los dardos que le lanzaban desde instancias del poder orgánico socialista y de los medios afines, acusándolo de podemizar el partido o convertirse en un siniestro “rojo radicalizado” corroboraban ante las audiencias socialistas que Sánchez no les mentía (era el candidato anti-establishment) y quizás llevaban a muchos militantes y simpatizantes a la percepción de que la “oficialidad” socialista estaba perdiendo definitivamente los papeles.  

Sánchez, en efecto, apelaba a la indignación de una militancia insatisfecha con la decisión de abstenerse en la investidura. Y conseguía, sin que mediara agencia alguna por su parte, que en los medios de comunicación afines a su rival, columnistas y tertulianos clamaran contra el buen juicio de quienes hicieran caso a Sánchez, despreciaran su capacidad de raciocinio, les acusaran de irresponsables y de cosas tan terribles como poner en peligro la estabilidad del país.

Sin mover un dedo, Sánchez lograba que el  “aparato”, una entidad ficticia de cuya existencia todos podíamos tener dudas, se hiciera carne y habitara entre nosotros. Consiguió que la composición de la Gestora no reflejara la pluralidad interna del partido, exhibiera sectarismo en sus purgas, parcialidad en sus declaraciones. Sin despeinarse, Sánchez logró que la Gestora encargara las ponencias del Congreso a aliados confesos de Susana Díaz, que terminarían subiéndose con ella a los escenarios o acudiendo a los medios a defender su candidatura.

Sin que Sánchez maquinara nada desde sus cuarteles populistas, dos expresidentes, un exsecretario general, un exvicepresidente, un exrival de Sánchez en las primarias, exministros varios, barones regionales, el presidente de Juventudes Socialistas y el sursum corda, decidieron sentarse en primera fila a ovacionar a Susana el día de su presentación como candidata, ofreciendo gratuitamente una foto para los anales. Sin que Sánchez se lo pidiera encarecidamente, la candidatura de Susana eligió un lema de campaña que dejaba bien a las claras quién era (y quién no) 100% PSOE. Sin que Sánchez la animara a ello, Susana Díaz quiso exhibir poderío recabando más avales que nadie, exprimiendo redes orgánicas mucho más allá de donde llegaba la intención sincera de votarla.

Y Sánchez, en efecto, apeló a emociones. Alguna fueron, sin duda, emociones de irritación e indignación ante lo que estaba a aconteciendo. Otras eran mucho más positivas y convencionales. Apeló con determinación a la emoción de ser de izquierdas, sin complejos. A la emoción de sentirse comprometido en luchar contra las versiones más crueles  del capitalismo. Llamó al compromiso (emocional) para proteger a los vulnerables: niños pobres, jóvenes precarios o mujeres maltratadas. A la emoción de ser militante, sentirte políticamente eficaz y querer participar en un proyecto colectivo para cambiar las cosas.

Hubo un tiempo, créanme, en que estas emociones y compromisos formaban parte del núcleo central del discurso socialdemócrata. Sánchez invocó esa ética de la convicción primigenia, y proclamó “Aquí está la Izquierda”. Algo parecido a lo que, en su día, proclamaron, a su manera, ufanos Felipe González o Rodríguez Zapatero. Y sin hacer mucho más, otros se autoimpusieron la responsabilidad de identificarle como un extremista (a pesar de que su historial no acreditara grandes hazañas extremistas), homologable a otros izquierdistas europeos supuestamente desnortados, como Hamon y Corbyn, creyendo que con ello, estaban contribuyendo a su desprestigio.

Sin hacer grandes profesiones de fe, Sánchez ha sido acusado de llevar al partido a un terreno donde no se ganan elecciones, donde los votantes supuestamente van a preferir la “pureza” ideológica de Podemos, donde el votante mediano nunca acudirá, donde se ponen nerviosos los inversores internacionales. Sin grandes planes estratégicos diseñados por cotizados gurús, Sánchez consiguió que JP Morgan mostrara sus preferencias por Susana. Sin manipulaciones demoscópicas, consiguió que Susana fuera la candidata socialista preferida por los votantes del PP en todos los sondeos.

El proceso de retorno de Pedro Sánchez a la Secretaría General del PSOE es un ejemplo de manual de lo que en sociología llamamos profecía autocumplida. La profecía que anunciaba que con Sánchez llegaba el populismo reforzó las opciones de quien, tanto por trayectoria como por intervenciones en la campaña, difícilmente podía ser visto como ese animal mitológico contra el que se dedicaban a despotricar, pero sí podía encarnar la reacción frente a un establishment repudiado. El mérito de Sánchez es haber situado su mensaje cerca de los anhelos de la militancia (y de los votantes) del PSOE. El demérito de sus detractores y rivales es haberle hecho el resto del trabajo.

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