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Permisos para poblar el asteroide B612

El principito

Gabriela Wiener

Ahora que veo que se ha aceptado por unanimidad a trámite el proyecto de ley de permisos de paternidades y maternidades, iguales, intransferibles y cien por cien remunerados –tras dos vetos previos del gobierno del PP– ha sido inevitable volver a los tiempos de mi baja maternal. Son tiempos que siempre he denominado como extraterrestres, pero al estilo de El Principito, de vivir sola y aislada en un planeta enano, con una flor que cuidar todo el día, incluso de mí misma, y la tira de amenazas alrededor. Cuatro meses en los que Jaime llegaba del mundo de los adultos como el aviador ese del libro y yo le pedía que por favor me dibujara un bebé dentro de una caja o que me metiera a mí dentro de la caja y me mandara en la bodega de un avión de Malaysia Airlines.

En fin, cuando vi a Pablo Iglesias y a Sofía Castañón hablando en el Congreso y convenciendo al PP de la urgencia de cambiar las políticas en pos de la igualdad, las imágenes de esos días volvieron en cascada. Recordé la única semana que tuvimos de luna de miel de tres (madre, padre y bebé), porque eso es todo lo que permite la ley. Vino a mí el día que llegó mi madre de Perú y Jaime volvió a la oficina. Gestionar una vida al lado de tu madre, en la misma casa, en pleno postparto y adaptación a la lactancia, no es algo que le desee a nadie pero mucho peor es que tu madre se vaya. Así, de un momento a otro, mi bebé Lena y yo empezamos a construir juntas nuestra épica de supervivencia diaria. Por la mañana, Jaime se iba a la oficina y entonces empezaban mis intentos por salir bien librada de todo aquello hasta su vuelta, con el mayor pragmatismo y la ilusión de que encadenando rutinas la cosa marcha.

Pero no todo puede salir perfecto. Yo era de dar la teta pero creo que leí en algún sitio que tenía que darle agua en biberón y también leí que tenía que desinfectarlo todo antes, pero leí todo mal, porque en realidad no podía leer, no podía entender, porque las vacas lecheras no saben leer. El hecho es que puse el biberón “a desinfectar” en una olla y encendí el fuego. Así como lo leen: Metí un biberón de plástico en una olla con agua, lo puse a hervir a fuego lento y me fui al parque infantil, mi personal gulag. Sí, cogí a la niña, la puse en el carrito y me olvidé del biberón.

Una hora y pico después volvía a casa para seguir enfrentando los trabajos forzados de la crianza y descubrí un camión de bomberos en la puerta del edificio. La olla estaba calcinada, el biberón extinguido, los techos negros y la casa olía a un laboratorio de metanfetaminas. Así iba a oler en los próximos días y meses. Tuvimos que mudarnos temporalmente. Está claro, mi solitaria baja maternal causaba siniestros que ponían en peligro a la humanidad. Por algo se llama la “baja”, un término muy negativo que siempre evoca descenso o pérdida. Al que se ha sumado el adjetivo “maternal”, que no queda bien con todo, como se puede ver, aunque muchos lo piensen. Porque lo maternal no siempre significa algo tierno, edificante o poco peligroso. Yo, diariamente, era una baja en combate. Y el combate se llamaba maternidad sin red.

Basta ver mis fotos de aquella época: esa sonrisa como de yonqui, ese cuerpo impregnado de requesón y exhausto, esos vestidos elegidos por lo fácil que era dejar una teta fuera de ellos, ese pelo infame, cortado después de 30 años de larga melena en un arranque, decidida a cercenar partes de mí porque simplemente ya no podía ocuparme de ellas. Me quité muchísimas cosas. Me quité lo de ser escritora. Me quité la vanidad. Me quité las salidas. Me quité una burrada de cosas. Si esta ley hubiera estado vigente, claro, no hubiera quemado una casa y quizá podría haber ido a la peluquería. Y esto es lo de menos.

Solo después pude verbalizar lo que me pasaba y escribí: a veces oigo llorar al bebé y otras veces oigo llorar a mi carrera literaria. Hay un momento de esa baja maternal, que no es nada maternal, en el sentido ñoño, es más bien un tsunami de vida salvaje.

Porque el permiso por maternidad, la soledad inmensa de los días del postparto, pueden hacer estallar física y psicológicamente en mil pedazos a una mujer que está al intenso cuidado de un bebé, y que a partir de ese momento será quien cargue con la mayor parte del peso. Como no había ley, yo me hice la mía. Me vengué de esas 16 semanas y más en el asteroide B612, y fui durante un largo tiempo la mujer proveedora con menos tiempo para los cuidados y Jaime tomó la batuta del hogar y el protagonismo en la crianza de nuestra hija.

Debo admitir que cuando leí los detalles del proyecto de ley se me salieron algunas lagrimitas y pude verbalizar un: “Qué bonito”. Sí, qué bonito sería que los progenitores, los, las y les que sean, pudieran disfrutar de un tiempo más o menos digno y compartido con sus hijos recién nacidos, sin perder el trabajo, sin ser discriminados, sin cercenarse cosas de sí mismos. Y que más adelante pudieran hacerlo de manera autónoma, hombre o mujer, de modo que ambos pudieran disfrutar y a la vez hacerse cargo de sus hijxs, desfeminizando los cuidados, rompiendo algunos monolitos.

La idea parece propia de un mundo más justo, mejor repartido. No espero nada del capitalismo y poco de la mayoría de políticos pero éste ha sido un buen paso para lograr algún día que la crianza, los cuidados, las maternidades y paternidades, ya no sean islas, sino nuevos planetas para ser repoblados de una manera más genuinamente humana e igualitaria.

Hasta me han dado ganas de tener otro hijo. Nahhh, mentira.

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