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¿Puede organizar una jefatura del Estado la ciudadanía?

El rey Juan Carlos conversa con el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, durante el acto celebrado en el Palacio de El Pardo. / Efe

Emilio Silva

El proceso de transmisión de la Corona se está convirtiendo, por parte de quienes se comportan estos días como una élite cortesana, en un intento de restauración monárquica. Este intermedio, en el que Juan Carlos de Borbón se prepara para que que su hijo varón herede su puesto de rey, está siendo utilizado por numerosos grupos de poder para suplantar la soberanía de quienes deberían ejercer su derecho a decidir cuál es la forma de Estado y legitimarla a través de un referéndum.

La desafección hacia la monarquía no es una consecuencia exclusiva de sus últimos escándalos. Ha sido un proceso “natural”, social y progresivamente construido, como ya reflejó en noviembre de 2005 una encuesta publicada por el diario El Mundo, en el treinta aniversario de la coronación de Juan Carlos de Borbón. En ella se señalaba, antes de los elefantes, las acompañantes y las corruptelas familiares, que la mayoría de los votantes de entre 18 y 29 años se declaraban republicanos. Se trataba de una conciencia social no monárquica, edificada pese al blindaje con el que los medios de comunicación españoles han protegido la imagen del rey.

Muchos de los exaltados defensores de la monarquía argumentan, negando la posibilidad de cualquier decisión ciudadana, que hay unas leyes que figuran en la Constitución y que simplemente están reclamando su cumplimiento. Pero el mismo bloqueo de la soberanía, que se pretende llevar a cabo en este momento, fue programado y diseñado políticamente en la pizarra donde fue dibujado y planificado nuestro proceso de transición.

Cuando el 15 de junio de 1977 se celebraron las primeras elecciones generales, tras la muerte del dictador, los partidos que portaban en sus siglas la palabra república, o los que abiertamente la reivindicaban, no fueron legalizados porque el ministerio de la Gobernación los consideraba “contrarios a la forma de Estado”. Así, formaciones políticas que habían tenido fuerte implantación electoral en el primer periodo democrático de nuestra historia, la Segunda República, no pudieron acceder al parlamento. De ese modo, las élites franquistas, al volante de la transición, banearon el debate sobre la forma de Estado, disfrazando de consenso lo que había sido un parlamento diseñado para evitar importantes debates y construir la impunidad para quienes habían violado derechos humanos durante la dictadura.

Una de las organizaciones cortesanas de reciente creación se llama Fundación España Constitucional. Con un nombre que apunta también al referéndum catalán, está compuesta principalmente por 34 exministros de los diferentes gobiernos que han existido en España desde la muerte del dictador Francisco Franco. Su vicepresidente y portavoz, Rodolfo Martín Villa, ha señalado la importancia de la monarquía en nuestra sociedad y la fidelidad al sucesor que tendrá que enfrentarse a retos mucho más sencillos de los que tuvo su padre. Como si continuáramos en el bucle de un falso consenso, el mismo ministro que se negó a legalizar los partidos republicanos, Martín Villa, reaparece hoy como fiel escudero de la monarquía, dispuesto de nuevo a frenar un debate postergado y secuestrado durante más de tres décadas, que debería plasmarse en un referéndum.

Dentro de quienes rechazan la Corona o apoyan la República hay diferentes opciones. Millones de ciudadanos desconocen que durante la Segunda República se celebraron en España las primeras elecciones democráticas con sufragio universal masculino y femenino, o que fuimos entonces el primer país de Europa Occidental en tener en su Gobierno una ministra.

La ignorancia programada por las políticas educativas del Estado ha servido para que, de los años setenta hasta hoy, la élite que controlaba y ha dirigido el proceso político tras la dictadura, usurpara la autoría de la democracia. Lo que a todas luces era una recuperación de la misma, fue oficialmente bautizada como transición, cuando ya habíamos transitado por la libre elección de nuestros representantes durante la Segunda República.

Apoyar el republicanismo hoy en el Estado español significa muchas cosas. Significa considerar que la jefatura del Estado no puede ser adquirida por una condición genética y que su existencia niega el precepto constitucional de que todos y todas somos iguales. Significa reconocer a los hombres y mujeres que construyeron aquel primer periodo democrático, que lo defendieron con sus vidas ante un golpe militar fascista y que continúan abandonados por ese “consenso” en miles de fosas comunes. Supone también que cualquier ciudadano o ciudadana pueda alcanzar la jefatura del Estado independientemente de su condición social, de su ADN o de su género. Y también un espacio de libertad, simbólica y política, que nos permite pensar y elegir a todos y cada uno de los representantes de la soberanía.

Otro de los argumentos lanzados a la esfera pública en defensa de la monarquía es que con ella el jefe del Estado no toma decisiones según sus intereses electorales. Con semejante argumento parecería que Juan Carlos de Borbón nunca ha mirado por sus intereses. Pero sin duda esa supuesta asepsia le ha llevado a defender a las víctimas del terrorismo e ignorar a las del franquismo; a callar conscientemente ante las mentiras del Gobierno de José María Aznar tras los atentados del 11M de 2004, o a mantener un difuso distanciamiento de los problemas derivados de la corrupción o la creciente desigualdad social. El grito de ¡Viva el Rey! que ha sonado más fuerte estos días ha sido el de un grupo de empresarios que recientemente se reunieron con el monarca y que de ese modo le manifestaban su fervoroso agradecimiento.

Por no hablar de sus negocios personales, hechos al abrigo de la Corona, que le han permitido acumular, según The New York Times, una fortuna cercana a los 2.000 millones de euros.

Tras el anuncio de su abdicación, los primeros dirigentes en salir en tromba han sido los del PSOE, porque representan a un electorado dividido pero en el que se podría encontrar una buena parte de quienes quieren un referéndum y son críticos con la monarquía. El ex presidente del Gobierno y consejero de Gas Natural, Felipe González, ha llegado incluso a responsabilizar a Juan Carlos de Borbón del final de la guerra fría por su actitud en una cena que compartieron el monarca: González, George Bush y Mikahil Gorbachov, en el colmo de intento de manipulación de la opinión pública.

La petición de un referéndum es un síntoma del deseo y la madurez de una ciudadanía que quiere participar de forma directa en las decisiones políticas. Se trata de un efecto de la crisis de las instituciones, de la crisis de representación de algunas fuerzas políticas que han alcanzado el poder con programas electorales que luego han incumplido de forma sistemática y traumática, especialmente en estos años de crisis y provocando, con ello, un sufrimiento social evitable.

Además, quienes niegan la posibilidad de un referéndum y argumentan que la monarquía está recogida en la Constitución son en buena parte los mismos que cambiaron su artículo 135 para que los bancos alemanes pudieran obtener garantías de la devolución de la deuda contraída con ellos. Y resulta poco comprensible que una constitución pueda ser cambiada por intereses financieros de otro país y no por la voluntad mayoritaria de la ciudadanía que se organiza políticamente en torno a ella. Una muestra más de que lo que las élites han llamado consenso ha sido una imposición mediática y sobreactuada de los intereses de unos pocos.

Negar la posibilidad de que el pueblo soberano dictamine una decisión, no es más que una muestra de la debilidad de la institución. Los argumentos de quienes defienden la monarquía no se basan en situaciones reales. Realmente se trata de una institución que no puede acometer ninguna función que no pueda organizarse desde la ciudadanía.

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