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Puigdemont le complica de nuevo la legislatura a Rajoy

Carles Puigdemont, Quim Torra y Elsa Artadi en una reunión.

Arsenio Escolar

Seis meses y medio después de su rocambolesca fuga de Girona a Bruselas, Carles Puigdemont está más vivo políticamente que entonces, el procès menos en retirada de lo que en aquellos momentos se preveía, la causa judicial contra los independentistas más enrevesada e incluso bajada de intensidad por el propio instructor y la crisis catalana más laberíntica y de imprevisible y complicado final. La investidura este lunes, casi cinco meses después de las elecciones catalanas, de Quim Torra, un president autoproclamado provisional y vicario de su antecesor, no deja de ser un nuevo tanto político que Puigdemont se apunta.

La fuga de Puigdemont quizás fue el segundo mayor error concreto del Gobierno en todo conflicto catalán. El primero, la controvertida actuación de las fuerzas de seguridad el 1 de octubre, durante el referéndum. El anterior y general e imperdonable, por encima de todos los concretos y como causante de buena parte de ellos, la torpeza y falta de visión del Ejecutivo de Rajoy al afrontar desde 2012 como un problema de orden público o judicial una crisis que es en su esencia de naturaleza estrictamente política: dos millones de catalanes, más o menos, quieren irse, independizarse, constituir su propio Estado, y el Gobierno del Estado que ahora tenemos apenas ha hecho nada para que cambien de opinión y vuelvan a formar parte de un proyecto común con el resto de españoles. Quizás porque Rajoy no tiene ese proyecto.

Cuando el domingo 29 de octubre de 2017 Puigdemont se fuga, él parecía un político amortizado, su PDeCat resquebrajado ante la pujanza de ERC, el procés liquidado o en trance de serlo y la causa judicial contra sus impulsores sólidamente encauzada. Parecía también que, sin apenas despeinarse, Rajoy se apuntaba el triunfo final de un largo pulso de varios años con la activación del artículo 155 de la Constitución y la convocatoria de unas elecciones catalanas en las que se daba por hecho que el independentismo se desplomaría tras sus nulos apoyos internacionales, el procesamiento y la presión de sus principales dirigentes, la fuga de empresas y las tensiones económicas aparejadas y la activación pública de la población catalana no independentista. Quien echó esos cálculos parece evidente que se equivocó. Desde Bruselas, y luego en sus viajes a Suiza, Dinamarca o Finlandia y su residencia forzada en Berlín, Puigdemont ha conseguido objetivos que parecían inalcanzables, Ha logrado ridiculizar al Estado español, complicar la legislatura a Rajoy -véanse las concesiones de este al PNV en los Presupuestos-, generar cierto interés internacional en su causa, cambiarle el paso al Tribunal Supremo y cuestionarlo en otras instancias judiciales, puentear y someter a su propio partido -el PDeCat- lanzando Junts Per Catalunya, rodearse de un grupo de fieles que no responden a otras disciplinas y mandatos que las que el expresident ordene, imponerse con claridad a ERC en la pugna electoral interna en las elecciones del 21 de diciembre, convertirse en el principal referente del independentismo y ser quien realmente decide qué se hace y cuándo se hace en la Asamblea de Electos, en el Parlament, en la la Generalitat ahora...

A mitad de la escapada, por lo tanto, a Carles Puigdemont no le va mal. Le va mucho mejor que a Oriol Junqueras, que a Marta Rovira, que a Carme Forcadell, que a Jordi Sánchez, que a Jordi Cuixart, que a Anna Gabriel...

¿Hay alguna incertidumbre en torno al expresident? Las hay. Dos sobre todo. Una, que más pronto que tarde Alemania lo entregue a la justicia española, y que lo haga por alguno de los delitos graves de los que le acusa el magistrado Pablo Llarena, probablemente por sedición o por conspiración para la rebelión. Si así fuera, Puigdemont perdería esa capacidad de liderazgo del independentismo que ejerce desde fuera de España. Encarcelado en alguna otra prision cercana a Madrid y sometido al estricto control al que se ven sometidos Junqueras o los Jordis, adiós Consejo de la República, adiós esa capacidad de dictarle instrucciones a su sucesor en la Generalitat y quizás también adiós a algunas de las fidelidades ciegas de su actual entorno. Otra, compatible o sumable a la anterior incertidumbre, que su sucesor, Quim Torra, vaya paulatinamente volando solo, haciendo su propio equipo y decidiendo su propia estrategia hasta un día matar al padre, como en su día de algún modo hizo Puigdemont con Artur Mas.

En sus dos sesiones de investidura, la del sábado 12 y la del lunes 14, Torra ha entrado en el centro de la escena política catalana y española como un vendaval verbal, pero habrá que tomarse algunas semanas para comprobar cuánto del vendaval es viento pasajero que se va sin dejar apenas destrozos y cuánto lluvia fina o gruesa o muy gruesa, y constante. Para ver si las subidas de tono de sus discursos de investidura eran solamente para contentar a Puigdemont y a su entorno más radical y para conseguir los votos o las abstenciones de la CUP o eran y son también convicción profunda y permanente. Para comprobar si sus tuits supremacistas y hispanófobos de hace unos años fueron pecados pasados de los que de verdad está arrepentido o si más bien eran y son fe ciega e irredenta. Para verificar si sus escasos anuncios concretos -“hacer republica”, “elaborar una Constitución” de esa república, etc.- se concretan en algo en el Parlament o en el boletín oficial catalán o son meras declaraciones vacías para la galería sin que en ningún momento se atrevan sus impulsores -el propio Torra, su Govern y la Mesa del Parlament- a traspasar líneas rojas que acaben llevándolos a todos ellos a laberintos judiciales similares a los que han acabado políticamente con sus antecesores en la causa independentista.

A Rajoy, por otra parte, se le complica de nuevo la legislatura y la estabilidad en su cargo. En el conflicto catalán, Ciudadanos va a seguir dándole palos las horas pares y zanahorias las impares, y sobre todo lo primero, porque ya ha visto que esa estrategia genera mucha intención de voto a su marca no sólo en Cataluña sino también en el resto del España. El PNV le sacará aún más si puede en los Presupuestos si la situación en Cataluña se agrava y hay que recurrir a una nueva activación del 155. El PSOE, antes o después, llegará a la conclusión de que no le merece la pena apoyar a ciegas al Gobierno en Cataluña y pondrá alguna distancia. Unidos Podemos, parece que recuperado del bache catalán en las encuestas, buscará una retocada hoja de ruta, y en ningún caso será coincidente con la del Ejecutivo.

Se especula desde hace unos días, sobre todo por unas palabras de Puigdemont, con que la legislatura catalana sea corta y que en otoño Torra obedezca órdenes del expresident y convoque nuevas elecciones. Quizás debiéramos mirar también a la legislatura estatal, a la de Rajoy, que está menos estable que hace apenas dos semanas.

El presidente del Gobierno puede verse tentado a convocar elecciones generales antes de que la caída que le dan al PP todas las encuestas se acentúe y sea inevitable la derrota. O el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, verse tentado a forzarlas para intentar ganarlas cuanto antes, sin esperar a que su buena estrella de los últimos meses palidezca como lo hizo en su día la del otro partido nuevo y rampante, Podemos. O el líder del PSOE, Pedro Sánchez, tentado a hacer caso a los recados del de Podemos, Pablo Iglesias, para presentarle juntos, con el apoyo de todos los nacionalistas, una moción de censura a Rajoy que incluya alguna salida pactada al embrollo catalán y active un cambio político.

Todos esos escenarios son probables e improbables a la vez. Y ninguno es imposible.

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