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Ramoncín y su ventrílocuo

David Bravo

En la habitual búsqueda de que los conflictos reduzcan su complejidad a la mera existencia de héroes y villanos, en los conflictos de la propiedad intelectual a Ramoncín se le ha adjudicado el papel de némesis. No ha sido una atribución arbitraria sino que él ha hecho todo lo posible para conseguirla, esforzándose durante años en ser la cara visible que defendía las posturas más retrógradas e impopulares de SGAE, incluidas aquellas que consideran que los ciudadanos que descargan música son delincuentes comunes. La forma que eligió Ramoncín para solucionar la animadversión que produce entre los ciudadanos fue solo eficaz para aumentarla. Contrató a un bufete de abogados que exigió la retirada de comentarios o vídeos negativos sobre el cantante argumentando que la palabra “Ramoncín” es una marca protegida y no podía ser nombrada.

No es sin embargo Ramoncín, como tampoco lo era Teddy Bautista, la causa de la beligerancia de la industria contra los ciudadanos que descargan bienes culturales sino solo el mero saco de boxeo que utilizan para que nos desahoguemos de vez en cuando. Es lógico que su imputación, junto a toda la cúpula de SGAE, tenga como efecto la burla de aquellos que vemos paradójico que los que nos llamaban delincuentes hayan terminado sentados uno por uno en el banquillo. Ramoncín tendrá que dar cuentas ante la justicia, pero lo cierto es que su linchamiento parece responder más a lo grimoso que resulta el personaje que viene representando de defensor pasado de vueltas de un modelo caduco que a la naturaleza de los delitos que se le imputan. Respecto de ese papel, que ni sé ni me importa si era una mera representación o fiel reflejo de su personalidad, lo cierto es que su trabajo era precisamente ese: era el fajador de golpes de la industria. ¿Recuerda a ese teleoperador que es objeto de sus iras cuando una gran empresa de telefonía no le da bien el servicio y se lleva su reprimenda sin que al verdadero responsable le llegue jamás ninguno de sus zarpazos? Ese teleoperador es Ramoncín.

Ni la desaparición de Ramoncín ni la de Teddy Bautista significará el fin del modelo al que prestaban cara y voz. Las razones de las posturas beligerantes y retrógradas de SGAE en la cuestión de los derechos de propiedad intelectual no se encontraban en la ceguera de las personas que tomaron su mando sino que residía como causa inmediata en su propia estructura de funcionamiento interno y tenía como causa última que la ley simplemente se lo permitía y lo sigue permitiendo.

Respecto de lo primero, no hay que olvidar el sistema de voto censitario de SGAE. Para que un autor pueda presentarse a candidato de la Junta Directiva tiene que recaudar una determinada cantidad de dinero anual que se lo permita. Lo mismo sucede con los socios con derecho a voto, que solo podrán ejercerlo si recaudan la cantidad que marcan los estatutos de la entidad. Además cuanto más recaude el autor más votos tendrá y, por lo tanto, mayor poder de decisión.

Es cierto que una reciente modificación de los estatutos aumentó sensiblemente el número de socios con derecho a voto, que pasó de unos 8.000 a algo más de 20.000 de los 90.000 en total que componen la sociedad, pero éste sigue siendo censitario. No es de extrañar que SGAE sea tan conservadora si tenemos en cuenta que los que la dirigen serán siempre, precisamente, los privilegiados que ganan dinero con un sistema de producción cultural que deja de lado a la mayoría. Cualquier tecnología que venga a cambiar el estado de las cosas será atacada por esa minoría de afortunados que representa a los pocos que se benefician del sistema de producción cultural que internet pone al borde del precipicio. No hay que olvidar que según el último informe de la Comisión Nacional de Competencia el 1,7% de los socios que reciben alguna cantidad de SGAE, unas 600 cabezas en total, se reparte el 75% de los beneficios.

La CNC, en un demoledor informe sobre el funcionamiento de las entidades de gestión en general y de SGAE en particular, denunció que la Ley de Propiedad Intelectual incentivaba las prácticas abusivas y monopolísticas de éstas. Es la Ley la que permite que SGAE cobre su 10% por obras de teatro a favor de las víctimas del terrorismo y por conciertos en beneficio de los perjudicados por el desastre del Prestige. Es la Ley la que permite que SGAE cobre en peluquerías y la que invierte la carga de la prueba obligando a que el dueño de la peluquería tenga que demostrar que no ha utilizado las obras de esa entidad y no al revés. Es la Ley la que poniendo obstáculos insalvables sacraliza de facto el monopolio que ostenta SGAE y, con él, la posibilidad de abuso de esa posición de dominio. El problema, por tanto, está en el propio sistema y no en aquellos que realizan la labor de relaciones públicas para ponerle cara, nombre y apellidos a un ente abstracto más difícil de nombrar y culpar. Mientras no tengamos clara esta cuestión, seguiremos desgastando nuestras energías en golpear al guiñol por lo que dice su ventrílocuo.

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