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Reformar todas las mentes

El abogado del guardia civil de La Manada ve "infundada" la petición del fiscal

Alfonso Pérez Medina

Cinco tipos se pasean altaneros por Sevilla. De ellos sabemos, por una sentencia que aún no es firme, que violaron nueve veces a una chica de 18 años a la que condujeron a un portal y que allí ella, “agazapada, acorralada y atemorizada”, entró en shock y se sometió a todos sus deseos sin oponer resistencia. La escena, grabada a trozos sin el permiso de la víctima, no fue tipificada como agresión sexual (hasta 22 años de cárcel) sino como abuso (de seis a diez) porque no se pudo probar que se produjeran los “golpes, empujones y desgarros” que exige la jurisprudencia del Supremo para determinar que hubo violencia e intimidación.

De ellos también sabemos, gracias a unas conversaciones de Whatsapp que no fueron incluidas en la causa a pesar de constituir una prueba periférica de indudable valor, que se regocijaban con la idea de llevar “burundanga para las violaciones” y que su plan era “buscar a gorditas pamplonicas con casa” porque preferían “follarse a una buena gorda entre los cinco que a un pepino de tía” uno solo.

A cuatro de ellos también les hemos visto manosear a otra chica en un pueblo de Córdoba porque también la grabaron sin preguntarle antes, aunque en este caso habría servido de poco porque estaba inconsciente. Según la juez que instruye el caso, la joven, a la que llamaban entre risas “la Bella Durmiente”, se despertó en el asiento de detrás de un coche “completamente desnuda y con el mono y las medias rotas”. Cuando logró vestirse, apunta el auto, el tipo de los cinco que es militar le pidió que le practicara una felación y, al negarse, la golpeó dos veces en la cara y otra en el brazo, y la echó del vehículo.

Dos de esos cinco tipos que se pasean altaneros por Sevilla se ríen escandalosamente cuando un cámara que esta vez les graba a ellos se cae al suelo, sin preguntarle siquiera si se ha hecho daño. Están en libertad y les pueden grabar por la calle porque dos jueces consideran que tres presentaciones a la semana en el juzgado, que restarán días a sus condenas, son suficientes para eliminar el riesgo de que se fuguen, aunque uno de ellos, de profesión guardia civil, intenta renovar el pasaporte el primer día que puede. También porque, según esos magistrados, son tan conocidos que es imposible que vuelvan a violar o a abusar de alguien.

Las dos decisiones judiciales han provocado la rabia de miles de personas, sobre todo mujeres, que han organizado manifestaciones pidiendo justicia. A lo más que ha llegado esa indignación es a cuatro gritos aislados en la puerta del juzgado, la difusión de los datos personales de los condenados, un fallido boicot para que no se les atienda en establecimientos públicos y una campaña en una plataforma en Internet que pide la inhabilitación de los jueces.

Hasta aquí los hechos, que se recogen en resoluciones judiciales que no son firmes pero que permiten hacerse una idea de lo que se ventila en este caso. Ahora toca elegir bando en un debate que al principio se presentó como jurídico, cuando la defensa de los condenados trataba de desvirtuar el testimonio de la víctima, pero que en realidad es esencialmente ideológico.

Porque el feminismo que tomó las calles el 8 de marzo para reclamar igualdad real entre hombres y mujeres ha escogido el caso como bandera, lo cual es comprensible, y sobre todo porque muchos de los que luchan contra ese feminismo y esa igualdad, desde sus convicciones y sus prejuicios, denigran a quienes se solidarizan con la víctima en nombre de la presunción de inocencia y el Estado de Derecho.

Son los jueces, fiscales y periodistas que se escandalizan más por la indignación de las manifestantes, a las que califican de turba sedienta de linchamientos y justicia popular, que por el contenido de unas decisiones judiciales que convierten a los violadores en víctimas y a la víctima en culpable. Son los abogados que consideran “uno di noi” –“uno de nosotros”, acepción comúnmente empleada por los grupos ultras con los que compadrea uno de los condenados- a su compañero Agustín Martínez, el mismo que montó toda su estrategia de defensa en poner el foco en la vida privada de la joven, los programas de televisión que veía, las fotos que colgaba en sus redes sociales e incluso en la forma en la que se sentaba mientras declaraba en la sala de vistas.

Son también quienes elogian por concienzudo y trabajado el voto particular del magistrado Ricardo González, que leído de arriba abajo se dedica a agrandar las contradicciones de la víctima: haber dicho que eran cuatro en vez de cinco los violadores, retractarse de que la empujaron al meterla en el portal o no saber con exactitud si le pusieron o no una mano en la boca para que no gritara. Un juez que responsabiliza a la joven de lo que le pasó por no irse a dormir al coche, como había anunciado a sus acompañantes, por no llamar a sus amigos para volver con ellos o por haberse besado con uno de los condenados. Que exhibe, orgulloso, su rancia ideología cuando en términos genéricos sostiene que, “en función de las circunstancias que concurran, puede llegar a darse una verdadera (sic) agresión sexual en la que, pese a todo, la mujer llegue a experimentar excitación o placer meramente físico en algún momento”.

En este tipo de jueces pensó la ministra de Justicia, Dolores Delgado, cuando apeló a “reformar mentes” para introducir la perspectiva de género en sus resoluciones y liberarlas de prejuicios machistas, que deberían escandalizar tanto como las convicciones racistas, homófobas, xenófobas o de apoyo al terrorismo. Aunque quizá las de los jueces no sean las únicas mentes a reformar.

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