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Relegadas en la izquierda y en las ONG

Madrileña de 35 años y en África, perfil de los 3.000 cooperantes españoles

Violeta Assiego

En feminismo, pertenecer a un partido de izquierdas, a un sindicato o formar parte de una ONG no son garantía de nada. En una sociedad patriarcal, y la nuestra lo es, ni las banderas ni las siglas eximen a nadie de la necesidad de poner freno al machismo que la mayoría de los hombres llevan dentro cuando se trata de repartir poder y responsabilidad, aunque sea para una noble labor como la de “cambiar el mundo” y luchar contra las injusticias. No basta confiarse al espejismo de las listas cremallera o los planes de igualdad si estas acciones no llevan aparejada la paridad no solo en quien decide sino en lo que se decide.

Basta mirar la presencia de mujeres y los puestos que estas desempeñan en espacios políticos clave para lograr los cambios feministas que necesitamos como sociedad para comprobar que la igualdad entre quienes la proclaman, la promueven y la defienden, tiene un techo de acero más que de cristal. Ellos acaparan los puestos y carteras del poder terrenal y ellas se dedican a los temas más sociales donde la atención directa y el contacto con las personas ocupan un lugar central. Ellos proveen y ellas sostienen, ellos deciden y ellas actúan. Todo un clásico.

Hace unos días, datos de la propia Coordinadora de ONG nos hacían caer en la cuenta de algo que, siendo una realidad arrastrada con los años, nos llama ahora más la atención. A pesar de que la mayor parte de los proyectos de la cooperación se dirigen a luchar contra la desigualdad de género, son los hombres los que ocupan el 68% de las presidencias de las ONG y el 62% de las jefaturas de los equipos de trabajo. Por su parte, ellas, las mujeres, son el 70%... de las trabajadoras de estas ONG. Sin desmerecer “sus labores”, las de las mujeres claramente no son ni la gestión ni la dirección.

Al igual que es ingenuo pensar que basta que un partido político se declare feminista para que deje (en el mejor de los casos) de relegar a las mujeres a roles secundarios, o que un sindicato que haga bandera de la lucha contra la brecha salarial sea ejemplo a la hora de romper los techos de cristal, es ingenuo creer que una ONG, por mucho que cuente con un plan de igualdad y tenga como misión acabar con la desigualdad, solo por ello, va a impregnar de equidad de género sus procesos de toma de decisión y las decisiones que toma. Revertir las dinámicas sexistas y patriarcales de estos espacios clave para el cambio político, económico, social y cultural necesita mucho más que una estrategia digital o en papel, necesita una deconstrucción. De lo contrario, a quienes apreciamos, respetamos y nos nutrimos de sus acciones nos dejan un tremendo marrón: señalar las incongruencias que a estas alturas del feminismo ya no tienen razón de ser.

Quienes depositamos nuestras expectativas de transformación en la izquierda y en las ONG igual nos pasa algo similar a lo que le debe pasar a los votantes de la derecha con el PP: hay cosas que no queremos ver para no cuestionar porque, más allá de sus incoherencias, sabemos y creemos que juegan un papel clave en la defensa de nuestros valores. Nuestra benevolencia feminista se basa en saber a ciencia cierta que si invertimos energía en cuestionarlos, estamos debilitando a una eslabón fundamental para frenar la voracidad de un sistema capitalista y neoliberal que cada día que pasa nos hace más precarios en empatía, en compromiso y en capacidad para contra-argumentar.

Por eso, ahora que el feminismo todo lo impregna y que es imposible mirar la realidad sin perspectiva de género, sin “las gafas violetas”, es necesario que la izquierda y las ONG dejen de afirmar que su machismo es algo anecdótico o residual y pasen de las palabras a las acciones de verdad. Una vez descorrida la cortina, mantener el mismo patrón sexista que relega a las mujeres e instrumentaliza las desigualdades de género sin contar con las mujeres pone en jaque no solo su legitimidad sino sobre todo la causa sagrada a la que sirven, ponen en jaque el bien común y acabar con un sistema que discrimina, violenta y premia la impunidad. Es el momento, en los espacios políticos, sociales y económicos que se nombran comprometidos en la lucha contra la pobreza, la injusticia, la desigualdad y los derechos humanos, que los hombres varones den un paso atrás y dejen espacio a las mujeres que abrazan las causas feministas no para instrumentalizarlas sino para hacerlas realidad. Es el tiempo de que los hombres no dejen paso, no porque son unos caballeros que nos ceden su asiento sino porque esos lugares que copan y ocupan también son nuestros, no solo de ellos.

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