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Trump no es la verdadera amenaza

Un hombre vestido como el candidato presidencial republicano Donald Trump permanece en Times Square en Nueva York (Estados Unidos).

Mariola Urrea Corres

La frustración de una parte significativa de la sociedad americana al ver cómo sus proyectos vitales no encuentran espacios de mejora en el marco del actual sistema político y económico puede explicar, en parte, la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Es obvio que Trump ha recibido votos de sectores de la población americana que no son subsumibles en esta categoría, pero parece evidente que sin la confianza que sus bravuconadas han conseguido suscitar en aquellos sectores castigados por los efectos negativos de la globalización, difícilmente estaríamos hablando hoy de él como el nuevo presidente electo.

Cuando el pasado mes de octubre dediqué mi análisis a los modelos de Liderazgo para un mundo en transformación, afirmaba que Donald Trump había conformado su esperpéntica candidatura sobre la estrategia de explotar de forma plenamente consciente el temor de amplias capas de la población hacia a las consecuencia de una economía interdependiente. La falta de expectativas de aquellos compatriotas castigados duramente por la crisis ha permitido el surgimiento de nuevos actores en el ámbito político que despiertan atención y suscitan (falsas) esperanzas.

Así pues, bastaba en el caso americano con identificar un chivo expiatorio al que dirigir todo el rencor y proponer respuestas de fácil comprensión, aparentemente factibles, eficaces y baratas de ejecución para encontrar un espacio electoral con opciones de éxito. Con este planteamiento, y apoyándose, si es preciso, en la mentira como una herramienta imprescindible para dificultar un debate de ideas, Donald Trump ha hecho creer a muchos americanos que su candidatura daba satisfacción a dos demandas: la que exigía poder castigar al poder establecido, representado para muchos en la figura de Hillary Clinton, y la que requería acciones encaminadas a revertir la calamitosa situación de amplios sectores de la sociedad mediante el recurso a fórmulas de marcado carácter proteccionistas.

El tiempo demostrará que ni la construcción de muros, ni las barreras al comercio eliminarán los riesgos propios de una sociedad interdependiente. Tampoco servirán como solución para mejorar la expectativa personal y profesional de muchos americanos. Más bien al contrario.

Con todo, la realidad es que, el 9 de noviembre de 2016, alguien como Donald Trump ha sido elegido como líder de la democracia moderna más antigua del mundo. Asume esta responsabilidad quien ha dado pruebas evidentes de ignorar elementos básicos sobre el funcionamiento del Estado o sobre la realidad mundial en la que ese Estado opera como primera potencia. Si analizamos, además, su comportamiento personal y las múltiples declaraciones vertidas sobre los nacionales procedentes de ciertos países, sobre los que profesan otras religiones o sobre las mujeres, no parece exagerado afirmar que lo único que ha desvelado acerca del proyecto que tiene previsto desarrollar durante su mandato es su propia ignorancia y una tendencia natural hacia la xenofobia y la misoginia.

Durante los próximos días se sucederán los análisis y tendremos la oportunidad de escuchar a los representantes de mucho gobiernos restar importancia al resultado electoral en Estados Unidos y afirmar que el sistema institucional americano es lo suficientemente estable como para mantener el rumbo, aún cuando viaje en el Aire Force One un personaje al que los servicios secretos deberán proteger, principalmente, de sí mismo.

Aunque quienes así se pronuncien tengan algo de razón, creo sinceramente que sería un error aceptar esa explicación como elemento tranquilizador acerca de la fortaleza de las democracias europeas y americana. Y ello porque, a mi juicio, es una simpleza creer que el problema inherente a la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos está en las debilidades de un personaje absurdo. La amenaza real no es que Donald Trump haya llegado a ser presidente de los Estados Unidos, el auténtico riesgo, el que debemos ser capaces de combatir, es el derivado de aceptar como irreversible el coste de la desigualdad que provoca una globalización salvaje.

Nuestro modelo expulsa del sistema a una parte significativa de ciudadanos y éstos se rebelan contra el propio sistema utilizando los resortes que les ofrece en forma de candidaturas populistas como la que en Estados Unidos representa su ahora presidente electo. Nuestro sistema adolece, en realidad, del mal que en el campo de la ingeniería se conoce como “fatiga de materiales”. Resolver las limitaciones de un sistema enfermo exige encontrar soluciones para el modelo económico y político que van más allá de las miserias que, sin duda, desvela este Presidente.

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