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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Vaya semanita

Maruja Torres

Daos cuenta de que, entre las muchas cosas que nos han caído encima esta semana, ha ocurrido algo que todavía me pone peor. Me explico.

En primer lugar, está el aniversario. La celebración de las bondades de la Constitución por estas gentes al mando, que se han pasado por el arco de la mayoría absoluta los mejores artículos, aquellos que concernían a los de abajo. Esa sebosa alabanza del tiempo que pasó y fue traicionado, no solo me indigna sino que me repugna. Ver cómo se pavonean, pomposos, cómo nos dan consejos. Si hasta nos pontifica uno de los supervivientes del evento, un padre del documento, devenido abogado defensor de la Infanta Incorrupta.

¿Siento nostalgia? Pues sí. De un señor que venía del Movimiento, Suárez, y que trabajó para hacer de éste un país democrático: atacando una reforma que a los enemigos de la democracia, muchos de ellos con sus herederos hoy en el poder o en el negocio, les parecía una ruptura, y no paraban de amenazarla. Aquello sí que fue hilar política, aunque por entonces los más radicales no supiéramos ver que, pese a su procedencia franquista, Adolfo Suárez era un intuitivo y un genial general Della Rovere. Nostalgia también de los tres caballeros que no se escondieron bajo el banco, como hizo el resto de la basca, cuando Tejero irrumpió en el Congreso: Carrillo, Gutiérrez Mellado y el propio Suárez, que ya era víctima de la traición de los suyos, esos cuyos cachorros están ahora en la política y en algún que otro grupo mediático. De la actuación del Rey teníamos que haber empezado a desconfiar en cuanto empezó a caerle mal Suárez, y a demostrárselo, por mucho que lo niegue ahora. En fin: considerando los mimbres, y visto lo de hoy, aquello sí que merece al menos un respeto.

Y todo este paripé conmemorativo, mientras el país se hunde, lo único que consigue es que lo consideremos malo todo, incluidos los comienzos. Y no lo fueron, como tampoco estábamos errados en nuestra ilusión. Empezamos a manejar las cosas torcidamente cuando delegamos, cuando nos dejamos arrebatar las asociaciones, cuando los dirigentes del PSOE renunciaron a cambiar este país, y se agarraron a la Transición como a un sortilegio, hasta convertir la Constitución en poco más que un sonajero que hoy todos sacuden a su antojo. El primer Gobierno socialista transformó el Ejército, eso es verdad. Lo que habrían tenido que cambiar, también, era la vida. Tal vez así no habríamos llegado a las arengas de Ana Botella.

Pero yo iba a otra cosa, a algo que ha sucedido también estos días, y que me duele en las entrañas. Y es que murió el golpista Alfonso Armada -el que interpretaba los silencios reales, o vete tú a saber qué eran, y montó el pollo del 23-F-, a los 93 años, después de haber pasado casi un cuarto de siglo fuera de la cárcel, de donde salió por mala salud. Mira tú: me presenten a su médico. Y lo peor: que acaba de morir Fernando Argenta, que nunca hizo daño, que nos dio muchas alegrías, que atendió a nuestros niños y les trazó el camino hacia la belleza de la música. Con 68 años, de cáncer inmisericorde.

No, amigos míos, no ha sido una buena semana. Aunque al querido Argenta le recordaré siempre con ternura, igual que recuerdo las esperanzas de hace muchos, demasiados años.

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