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Vox y la derecha

Aznar admite que siente "pena" tras la condena a Rato y espera que la afronte con "coraje"

Antón Losada

La derecha extrema cabalga a lomos de la xenofobia y el antieuropeísmo por todo el continente conquistando votos, escaños y gobiernos. Es una realidad innegable. Contrariamente a lo que suele afirmarse, no se trata de un fenómeno exclusivo, ni siquiera más apreciable, en aquellos países que más han pagado las consecuencias de la crisis económica y las políticas de austeridad dictadas desde la Unión Europea. Al contrario, es precisamente aquellos estados donde menos han sufrido la recesión y que más han decidido a la hora de imponer las políticas de austeridad europeas donde la derecha extrema recoge su resultados más espectaculares. Para quienes lo duden ahí están los casos de Francia, Alemania, Holanda o Austria.

La derecha extrema avanza recogiendo los votos y el miedo de los europeos más ricos, convertidos al rechazo a una Unión Europea que para ellos ya solo significa más inmigrantes, más subvenciones a los países del sur y más riesgos para el futuro de sus pensiones y sus beneficios sociales. Para contener esta marea los partidos conservadores europeos abandonaron la estrategia del cordón de sanitario que, por ejemplo, paró a Jean Marie Le Pen en 2002 en Francia y optaron por tratar de apropiarse su agenda. Se equivocaron. La agenda de la derecha extrema es tóxica, contamina todo cuanto toca. Quién decida competir ahí está perdido ante un adversario que siempre puede subir y ampliar la oferta de políticas reaccionarias.

Lo que está sucediendo en España con Vox se parece poco a este fenómeno continental. Nuestra derecha extrema no cabalga a lomos de espectaculares resultados electorales, tampoco de una creciente presencia institucional o un acceso significativo a instancias de poder. Avanza, sobre todo, a lomos del miedo de los partidos de la derecha española a perder su espacio y una parte de su base electoral. Han sido el Partido Popular y Ciudadanos quienes han dado visibilidad a Vox, al tomar la decisión de adoptar su agenda política para hacer oposición al gobierno Sánchez. Ni España es un país donde la inmigración genere, ni de lejos, los recelos y la preocupación que provoca en el continente, ni tenemos un problema generalizado de inseguridad ciudadana que mueva a la gente a pedir ir con pistola, ni el feminismo se define siquiera como un problema público. A Vox no lo están legitimando su resultados electorales o su llegada a algún gobierno, lo legitima Pablo Casado cuando afirma compartir con ellos “muchas ideas”.

Si los partidos conservadores españoles han decidido competir por el voto de la extrema derecha, donde apenas se concentra el 2,2% del electorado, y han renunciando a competir con la agenda de problemas que sí preocupa a la mayoría de los votantes que se auto ubican en el centro y la derecha, se debe más a la ideología de unas élites y unos dirigentes que se sitúan a la derecha de su votante medio, más preocupado por el empleo, la sanidad o las pensiones que por las autonomías o el control de las fronteras. La mejor prueba de ello es que, según las series de datos del CIS, tanto los votantes populares como los votantes naranjas ubican a ambos partidos entre uno y dos puntos a su derecha.

Si alguien como José María Aznar decide colocar al mismo nivel de competición al Partido Popular, con más de 6 millones de votos, a Ciudadanos, con más de 3 millones de votos, y a Vox, con apenas 50.000 votos, no se debe al crecimiento alarmante de la derecha extrema, tampoco a la necesidad de atender a un electorado preocupado por la inmigración o el feminismo. Se explica porque José María Aznar, como la gran mayoría de los dirigentes populares y naranjas, están en posiciones bastante más extremas que sus votantes. Están compitiendo ahí porque les gusta y es donde se sienten más cómodos y seguros de cuanto dicen. Y de eso no tienen la culpa ni el nacionalismo catalán, ni alguna siniestra conspiración de la izquierda.

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