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Los nuestros

Isaac Rosa

En los peores momentos sale lo mejor de nosotros, dice el tópico que ayer repitió toda la clase política al valorar el terrible accidente: desde Rajoy hasta el último alcalde, todos resaltaron el comportamiento “ejemplar”, “admirable”, “solidario” y “generoso”, que desde el primer minuto tuvieron vecinos, trabajadores sanitarios, bomberos, policías, donantes de sangre…

Digo que es un tópico, porque siempre dicen lo mismo en las tragedias, como si fuese algo excepcional, remarcable. Todo lo contrario: es lo normal. Cada vez que ha habido un gran accidente, atentado, incendio, petrolero hundido, desgracia de cualquier tipo, nunca faltan manos, horas sin dormir, casas abiertas, comidas repartidas, palabras de aliento. Y por supuesto, no es tampoco algo propiamente español, pues en cualquier rincón del planeta es habitual que ante los desastres la gente saque lo mejor de sí.

Que esa generosidad sea tan habitual y universal no resta ni un gramo de admiración a quienes se han volcado con las víctimas de Santiago, por supuesto. Bravo por todos, desde el primer vecino que se acercó al tren humeante, hasta el último psicólogo que sin descanso ayuda a las familias, pasando por todos los trabajadores que acudieron sin estar de turno y sin esperar a que los llamasen.

Pero ayer, escuchando las tópicas (y frías, vacías) palabras de reconocimiento institucional para quienes ayudaron y aliviaron a las víctimas y sus familiares, pensaba en cómo esas mismas palabras serían válidas para el comportamiento que muchos están demostrando en los últimos años ante la tragedia social que vive España (y hasta ahí llega la metáfora, ni un paso más, pues no cabe comparación entre el accidente y la crisis, ni en sus consecuencias ni en sus responsabilidades, aunque no faltará quien quiera ver en el tren descarrilado la imagen de un país que corrió demasiado y etcétera. Yo no).

Como decía, comportamiento ejemplar es también el que están demostrando tantos en los últimos tiempos ante la demolición del Estado del Bienestar y la extensión de la miseria y la desigualdad.

Quizás la urgencia del día a día nos impide reconocerlos como merecen, o será que ya nos hemos acostumbrado y no nos admiran, pero vivimos en un permanente escenario post-catástrofe, rodeados de trabajadores públicos que entregan mucho más que su trabajo (y cubren así los agujeros que dejan los gobernantes); de vecinos que improvisan y también sacan de donde sea tableros como camillas y toallas para suplir la falta de mantas (y así crecen las redes de apoyo, los espacios autónomos, los desahucios paralizados, y tantas formas de solidaridad, colaboración y desobediencia); y de colectivos y ciudadanos que, como los trabajadores y voluntarios en las primeras horas tras una catástrofe, llevan años remangándose, manchándose las manos, rescatando a los atrapados, auxiliando a las víctimas, apagando fuegos con cadenas de cubos.

Sin todos esos ejemplos valiosos, la crisis nos golpearía con más dureza, los recortes dolerían más, la intemperie sería más insoportable.

Sin embargo, para ellos los gobernantes nunca tienen palabras de reconocimiento y admiración como las repetidas ayer. Como si aquellos solidarios no fuesen, en su mayor parte, los mismos que ahora lo dan todo en Santiago, o que hace años se metieron en el chapapote para limpiar las playas, o que acuden a convocatorias urgentes o ayudan al vecino que lo está pasando peor. Por eso me acuerdo hoy también de ellos, al ver la generosidad de los gallegos. Porque son los mismos, los de siempre, los que no fallan. Los nuestros.

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