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Todos somos agonistas

Javier Franzé

Desde su aparición, sólo sobre Podemos se hacen determinadas preguntas. Por ejemplo, cómo construye hegemonía, cómo establece un nosotros y un ellos, cómo se apropia de las palabras. El efecto de sentido de estas preguntas ad hoc es reforzar la autoimagen de la política hegemónica –el bipartidismo– mostrando la novedad que introducen en ella –o contra ella– ciertas formaciones.

¿Cuál es el origen de esta despolitización de la cultura política dominante en la actual democracia española? La hegemonía de la democracia como consenso, su presunta indisputabilidad como concepto. Veamos.

Hay muchos conceptos de democracia. Pero desde la Segunda posguerra, la noción dominante –en la ciencia política y en la práctica política– es la que entiende la democracia como consenso. En esta visión, una sociedad es más democrática cuando sus actores políticos y sociales son capaces de llegar a acuerdos sobre asuntos fundamentales. En esta perspectiva, lo democrático radica en la capacidad de ceder y negociar las propias posiciones.

La concepción de la democracia como consenso se volvió dominante en un contexto histórico preciso, el de salida del aplastamiento de las llamadas minorías por parte del fascismo y del nacionalsocialismo, y que se asomaba a la Guerra Fría. Conecta por tanto con una sensibilidad democrática comprensible, aunque no librada de ciertas paradojas: el consenso acaba sobre-representando a las minorías y alimentando indirectamente un unanimismo propio de los totalitarismos. Niega así en parte un  principio básico de la democracia, el gobierno de las mayorías. Éste solo pudo parecer una amenaza para el respeto a las minorías en aquel imaginario de la segunda posguerra.

El agonismo –cuya referencia intelectual es Chantal Mouffe– es la teoría de la democracia como conflicto. No casualmente, su aparición se dio tras décadas de auge de la democracia consensual. El agonismo parte de que no hay fines objetivos y universales, evidentes y buenos para todos, sobre los cuales edificar la democracia. Más bien, entiende que la democracia es el sistema que mejor pone de manifiesto la irreductible pluralidad de las sociedades contemporáneas. Para el agonismo, una sociedad es más democrática cuando permite la lucha entre proyectos alternativos que, no obstante, comparten unas reglas del juego.

Para el agonismo, la política vive en la tensión entre lo particular y lo general: es una lucha entre valores particulares para gobernar lo general, el conjunto de la sociedad.  El único modo de que esta ecuación sea posible es la hegemonía, que una parte encarne al todo. Sólo la comunión de unos marcos interpretativos y cognitivos permite la existencia política de una sociedad.

Por lo tanto, para el agonismo, quien hace política no puede escapar a luchar por la hegemonía, ni a distinguir entre un “nosotros” y un “ellos”, ni a luchar por el sentido de las palabaras. Toda fuerza política defiende unos valores y por tanto rechaza otros:  no se puede ser amigo de todo el mundo.

Cabe decir entonces que los defensores de la democracia como consenso son también ellos agonistas. El problema no está en ser agonista o no, ni en decidir buscar la hegemonía o no, sino en explicitarlo o no. En comprender la lógica de la política o no.

Un elemento decisivo para ejercer la hegemonía es negar que se la ejerce: negar que el punto de vista propio sea uno más entre otros, y mostrarlo en cambio como la forma natural de ser de las cosas. Y, en consecuencia, presentarse como un actor que no ha hecho más que descubrir o entender (que no crear) el Bien Común y desinteresadamente trabaja para realizarlo en favor de todos. De este modo, quien esté en contra, en el mejor de los casos es un bienintencionado que ignora “la realidad”, y en el peor un malintencionado que lo sabe pero por oscuros motivos quiere imponer su verdad.

Desde hace muchos años, la política bipartidista se ha vuelto esto en España: una competencia entre equipos burocráticos que se critican mutuamente ya no por los programas que defienden, sino por la capacidad técnica de gobernar, por ver si “estarán o no a la altura” de “lo que hay que hacer”.

La contracara de esta forma dominante de crear hegemonía y de alimentar el nosotros/ellos es adjudicar a las fuerzas que desafían el orden del sentido establecido la vocación de “dividir a la sociedad”, de crear hegemonía, de apropiarse del lenguaje, de construir un pueblo. Porque las fuerzas hegemónicas dominantes –otra vez: en la ciencia política y en la política práctica– no son conservadoras solo por los valores que defienden, sino sobre todo por su concepción de lo real: para ellas, la política es un escenario dado, con actores predeterminados, instituciones racionales y reglas de juego lógico-formales. El poder no está por ningún lado, se ha borrado, porque las sociedades contemporáneas –o mejor: las del Primer Mundo– han llegado a ser lo que son gracias a un desarrollo neutral de la civilización y la cultura. Es la ilusión de que es posible una política sin poder, sin lucha, sin diferencias.

El consenso es fruto de una hegemonía, establece un nosotros y un ellos, construye una comunidad. Toda la crisis de legitimidad de la política española hoy se vincula, precisamente, con la hegemonía del consenso sobre las políticas de recortes y reificación del déficit “cero”, plasmado ahora en la Constitución; con la identidad de un nosotros  vinculado a los políticos “racionales” y “serios”, que conocen “lo que hay que hacer” y por eso buscan la “modernización” de la “democracia española”, frente a los “populistas” y “comunistas”, inexpertos, aventureros que arruinarán el esfuerzo hecho por “todos los españoles” para salir de “la crisis”.

Este discurso del consensualismo español, como todo discurso, prepara el terreno para que lo que no tiene cabida en él sea clasificado inmediatamente como un ruido que no habla de lo común sino de su propia anomalía. Es el modo de determinar qué voces son legítimas y cuáles no. Qué se puede y que no se puede hacer, qué tiene cabida y qué se queda fuera. Es una estética política que delimita el campo mismo de lo político. Basta ver la ristra ya no de argumentos, sino de epítetos con que los consensualistas de vocación centrista han obsequiado a Podemos desde su aparición pública.

La diferencia entre un agonismo implícito y otro explícito radica en que si el primero desconoce la posibilidad misma de exclusión de las voces disidentes, el otro lo lamenta y por ello quiere legitimar el conflicto enmarcándolo en unas reglas de juego democráticas. Si uno busca una hegemonía que se desconoce/niega a sí misma para tener un dominio más completo de la situación, el otro promueve la discusión pública y por tanto tiende a equiparar el poder de los actores en pugna, siempre que respeten las reglas del juego comunes. Ahora podemos preguntarnos quién tiende al hegemonismo.

El poder, el conflicto, la diferencia y la hegemonía constituyen elementos inerradicables de la política, sobre todo y especialmente de la democrática. Sólo reconociendo su existencia es como aprovechamos sus beneficios y limitamos sus potenciales perjuicios.

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