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La banda latina de la maxifalda

Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.

Ruth Toledano

Cada vez que Demetrio Fernández, obispo de Córdoba, abre la boca, le estalla dentro una bomba fétida y su aliento se hace verbo maloliente. Como de azufre. El de la maxifalda negra va dejando a su paso un rastro hediondo, un rosario de perlas ensangrentadas que ensarta en forma de declaraciones públicas: si un día el presunto célibe arremete contra el divorcio, al otro considera la fecundación in vitro una cosa de brujas y demonios (“aquelarre químico de laboratorio”), suelta que la UNESCO tiene un plan para “hacer que la mitad de la población mundial sea homosexual” o deja claro que “en el hogar” el hombre “representa la autoridad” mientras que las mujeres deben “dar calor, acogida y ternura”.

Su última pestilencia oral ha sido referirse a la ideología de género como “una bomba atómica que quiere destruir la doctrina católica y la imagen de Dios en el hombre y la imagen de Dios Creador”. La frase parece de Charles Manson. Ya me entienden: uno de esos tipos que salen esposados del escenario de un crimen lanzando proclamas sobre la salvación del mundo. Pero Demetrio no es un loco sanguinario sino un señor cuya violencia es subvencionada por los presupuestos generales del Estado español. Pertenece a una banda latina de la que también forman parte Juan Antonio Reig Pla, obispo de Alcalá de Henares, y Joaquín Mª López de Andújar y Cánovas del Castillo (¡ahí es nada!), obispo de Getafe. Todos ellos han arremetido contra la Ley de protección integral contra la discriminación por diversidad sexual y de género, que la Asamblea de Madrid aprobó recientemente por unanimidad. Con Antonio Cañizares, obispo de Valencia, son la boca armada del nacionalcatolicismo patrio.

Esta banda homófoba, misógina y sexista sería desmantelada ipso facto si en vez de maxifalda sus miembros llevaran pantalones cagaos, si en vez de solideo carmesí llevaran en la cabeza una gorra con la visera para atrás. Lejos de ello, la banda de la maxifalda está financiada con nuestros impuestos y disfruta de insultantes privilegios fiscales: la Iglesia Católica tiene más de 100.000 inmuebles en España pero está exenta de pago del IBI, por ejemplo. Esta escandalosa injusticia se basa en el acuerdo internacional alcanzado entre el Estado español y el Vaticano en 1953, en plena dictadura franquista. El concordato fue ratificado en 1979. Y hasta hoy: ni los gobiernos del PP ni los del PSOE han derogado ese acuerdo con carácter de ley que es contrario a nuestra Constitución, pues supone una discriminación hacia las personas por razones de credo religioso, así como una violación de la separación de poderes Iglesia-Estado.

Que los mantenidos Fernández, Reig, López o Cañizares se atrevan a interferir en las decisiones adoptadas por los órganos democráticos debiera ser perseguido por el Ministerio del Interior. Lo que pasa es que el otro Fernández, el ministro, se lo ha debido de consultar a Marcelo, su ángel de la guarda, que es enlace sindical de los de la maxifalda y habrá puesto el grito en el cielo (por cierto, como ángel que es, ¿Marcelo llevará también falda larga o taparrabos de querubín?). En fin, sigamos. Hay ya peticiones particulares y denuncias ante la Fiscalía para que actúe frente al obispo de esa ciudad y frente a todos los que han firmado el vergonzoso manifiesto contra una política de género que viene, precisamente, a proteger a las personas de los crímenes morales de los de la sotana. Entre ellos, una homofobia que apesta aún más si tenemos en cuenta el lío que se traen los curas con sus propias maxifaldas.

Y para eso está la Fiscalía: para combatir también los delitos de odio. Porque las declaraciones de los obispos son bombas fétidas que alientan la violencia homófoba. Palabras bomba que atentan contra el honor y la dignidad de todas las personas, atentan contra las instituciones y las normas, y dan armas para una discriminación que, cada vez más, llega a la agresión física. Los de la banda latina de la maxifalda incitan al odio y son, en última instancia, cómplices de cada puñetazo que recibe una persona homosexual, de cada patada que se descarga sobre una persona transexual.

La Fiscalía debe actuar, sí, como ha de hacerlo frente a cualquier indicio de delito. Pero no es suficiente. Ha de resolverse de una vez por todas la cuestión de fondo: que la jerarquía eclesiástica siga teniendo predicamento mediático porque el poder de la Iglesia Católica no está desligado de los poderes del Estado. Mientras esa inconstitucionalidad no se corrija, cada vez que abra la boca un miembro de la banda latina de la maxifalda expelerá un aire tóxico para una sociedad que, con enorme esfuerzo de los colectivos afectados, avanza hacia el respeto, la igualdad de género, la libertad y la no discriminación. Y los medios se verán obligados a recoger su semilla del mal.

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