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Ni buenas ni malas, simplemente madres

Beatriz Martín del Campo

Un día, navegando por las redes, encontré un meme que decía: “Queda inaugurada la temporada de: niñooooo, que jartita toyyy, qué ganitas que llegue el cole. Queda un día menos”. Estaba firmado por el Club de Malas Madres, un producto creado por Laura Baena, creativa publicitaria, que ya tiene casi 50.000 seguidoras en España. La idea no era nueva. Ya en 2003, la escritora y locutora radiofónica británica Stephanie Calman, había creado Bad Mothers Club, y dos años más tarde escribía Confessions of a bad mother, que fue un éxito de ventas en su país.

El meme en cuestión me llamó mucho la atención, porque para mí, como madre, el final de curso siempre ha sido un alivio. Evidentemente, es el momento de buscar soluciones de conciliación, pero ya no estamos limitados por los horarios del colegio y nuestros hijos tienen un aire de libertad del que siempre he disfrutado mucho. Eso no me hace mejor madre ni peor, aunque la verdad, nunca he considerado el colegio como una institución que sirva para liberarme de las cargas maternales. Más bien me da más trabajo que sosiego.

Llamarse con sorna “mala madre” a una misma es un fenómeno que parece haberse extendido por Europa y Estados Unidos durante esta década. Encontramos multitud de blogs y libros sobre malas madres en varios países, como el escrito por las francesas Nadia Daam, Emma Defaud y Joana Sabroux (2008), Mauvaises Mères: la Vérité sur le Premier Bébé, o el de la estadounidense Ayelet Waldman (2009), Bad Mother: A Chronicle of Maternal Crimes, Minor Calamities, and Occasional Moments of Grace. No olvidemos la película estrenada en 2016, Malas Madres, que, aunque dirigida y guionizada por hombres, muestra el fenómeno en todo su esplendor y ñoñería. Todos estos productos pretenden ser manifestaciones de una reacción contra las exigencias que la sociedad impone a las madres para que sean perfectas y lo tengan todo controlado. La solución: admitir que no existe la perfección y que las madres cometen pequeñas fechorías que las alejan de esa imagen de madre horneadora de pasteles con delantal impecable y mesa puesta de los años 50.

Sin embargo, hay algo que me chirría en esta forma de reaccionar ante las imposiciones de la sociedad: ellas siguen figurando como las principales responsables de la crianza de sus hijos e hijas, mientras que el padre (al que llaman “el buen padre”) suele aparecer como un complemento que corre tras los niños en la playa, duerme en brazos al bebé, le da de comer, pero nunca toma las riendas de la crianza. Según el Club de Malas Madres, “detrás de todo buen padre hay una mala madre que supervisa cada cosa que hace”, de modo que, por mucho que lo intenten, siguen manteniendo una visión de maternidad anticuada, que en lo único que cambia es en confesar públicamente que la maternidad implica mucho trabajo y que ellas solas no lo pueden hacer a la perfección, así que asumen sus supuestos defectos (nimiedades como llevar al niño sin peinar, darle de cenar comida basura o confesar que no saben hacer croquetas) sin cambiar un ápice las prácticas que rodean a la maternidad. Como si el gran problema de la maternidad fuese llevar al bebé bien peinado.

Por otra parte, trivializar la labor que gira en torno a la crianza y a los cuidados y encerrarla en el estrecho círculo de la familia nuclear  (madre, padre, la parejita y las abuelas y abuelos siempre dispuestos a cuidar), deja fuera del foco a un porcentaje de familias muy numeroso que difiere de esa visión arquetípica. Familias reconstituidas, familias numerosas, familias monoparentales, familias inmigrantes, que tienen dificultades añadidas a la crianza ligadas a la economía familiar y a las redes de apoyo de las que disponen. Sin embargo, la posibilidad de estas familias de influir en la opinión pública está mucho más restringida, de modo que son invisibles en la sociedad, y es menos probable que encuentren soluciones adaptadas a sus circunstancias.

Desde mi punto de vista, el discurso sobre la maternidad debería girar hacia un discurso sobre los cuidados que la propia sociedad ofrece a la infancia. Un discurso de este tipo no supone que la madre es la responsable suprema de estos cuidados, sino que asume que la maternidad se produce en un contexto más o menos propicio. En una sociedad como la nuestra, en la que el índice de natalidad es cada vez más bajo y nos presionan para tener más hijos, todos los esfuerzos deberían ir dirigidos a crear un entorno favorable para ser madres y padres. Y esto solo puede pasar si la sociedad asume su responsabilidad en la crianza y los cuidados y toma conciencia de la importancia que tiene proteger a los niños y las niñas.  

No tiene mucho sentido que para estar satisfechas como madres, reduzcamos nuestras expectativas de lo que supone una crianza adecuada. La carga que hoy en día supone la maternidad para las mujeres no se soluciona adoptando un estilo fácil y laxo de maternidad y  disfrutando de cuando en cuando de pequeños placeres, como salir con las amigas a tomar gin tonics y o encerrarnos en el baño a responder los mensajes de whatsapp mientras los niños aporrean la puerta. Se soluciona distribuyendo responsabilidades y ofreciendo facilidades sociales para que los distintos tipos de familia puedan ejercer una parentalidad de calidad.

En los últimos tiempos hay un montón de gente empeñada en decirnos a las madres que no estemos tan pendientes de nuestros hijos. Hipermadres, madres helicóptero y madres malvavisco son algunas de las perlas que tenemos que escuchar.  En la mayoría de los casos, estos planteamientos tratan de ridiculizar lo que no es más que una parentalidad responsable, mezclándola con caricaturas que nos hacen parecer la madre de Norman Bates. Sin embargo, lo cierto es que la crianza y el cuidado implican mucho tiempo y dedicación durante una cantidad considerable de años, y que por mucho que trivialicemos y desdramaticemos, como dice el proverbio africano, para criar a un niño hace falta una tribu entera.

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