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El caso Altsasu: 'askeamiento'

Manifestación contra la sentencia del caso Alsasua.

Garbiñe Biurrun Mancisidor

Hace pocos días hemos conocido la Sentencia del Tribunal Supremo en la que se rebaja la pena a las ocho personas condenadas por agresiones a dos agentes de la Guardia Civil y sus parejas, ocurridas en un bar de Altsasu en octubre de 2016. Rebajas de condena aparejadas a modificaciones en las circunstancias agravantes que se habían apreciado en la Sentencia de la Audiencia Nacional recurrida –las de discriminación y abuso de superioridad–, pero manteniendo la calificación de los hechos enjuiciados como delitos de atentado a los agentes de la autoridad, lesiones, desórdenes públicos y amenazas.

En efecto, el Tribunal Supremo ha disminuido la condena a privación de libertad hasta un máximo de nueve años y medio, según la literalidad de la Sentencia –de siete años y medio en la práctica, según revelan ya algunas de las defensas por el efecto de la refundición de las penas–. Y ello, partiendo de la condena de la Audiencia Nacional, que impuso penas de hasta trece años de prisión.

Sabido es, por otra parte, que este sumario, cuya incoación no pongo en cuestión, pues los incidentes son innegables y su consideración delictiva también, en mi opinión, se dirigió de manera más que discutida, siguiéndose, a resultas de una denuncia de COVITE, por delito de terrorismo, tal como lo valoró la Fiscalía de la Audiencia Nacional y la propia Audiencia y, no se olvide, también el Tribunal Supremo, desestimando los recursos interpuestos al respecto y contra prácticamente todas las opiniones jurídicas altamente cualificadas –salvo las suyas propias–, notablemente las de un Juzgado de Instrucción de Pamplona y la Audiencia Provincial de Navarra, que entendían que tal calificación de terrorismo era inaceptable.

No seré yo, que no he pasado un solo día en prisión ni he tenido a mis seres más queridos en tal situación, quien minimice esta rebaja de condena. Seguramente nadie la desprecia y desde las personas afectadas supone un mínimo alivio. Pero no es, desde luego, lo esperado desde una perspectiva técnico-jurídica ni desde el sentido ciudadano ordinario de la justicia. Por ello, siento el deber de expresar lo que ya he manifestado en numerosas ocasiones sobre este caso.

La calificación de terrorismo fue, como reputadas gentes del Derecho han gritado, un auténtico escándalo, y no solo porque en 2016 no había, muy afortunadamente, terrorismo en este país, sino porque ninguna de las figuras posibles de tal tipo delictivo concurrían en modo alguno. Y todo, para terminar negando la propia Audiencia Nacional en su sentencia ahora revocada, la concurrencia de tal delito. Pero ya era tarde: ya se había torcido el derecho constitucional al juez natural –que habrían sido el Juzgado de Instrucción correspondiente de Pamplona y la Audiencia Provincial de Navarra– y los criterios también “naturales” de instrucción y enjuiciamiento, y ya se había consolidado una terrible situación de prisión provisional que había durado demasiado tiempo.

La decisión del Tribunal Supremo alivia poco, la verdad. Más bien deja, en todo caso, una sensación muy agria. Descorazona a quienes no hemos comprendido el devenir de este sumario porque, si era incomprensible la calificación de terrorismo, también lo es que se mantenga la calificación de los hechos como atentado a la autoridad, pues el Código Penal exige para ello que sus víctimas –autoridad, agentes o funcionarios públicos– se hallen en el ejercicio de las funciones de sus cargos o con ocasión de ellas, lo que es más que discutible –por ser benevolente– en este caso, en el que los hechos ocurrieron en la madrugada, en un bar, en una localidad en fiestas, estando los agentes disfrutando de su ocio privado. De otro lado, resultaba más que claro para muchas opiniones jurídicas que no concurría la agravante de discriminación –por una parte, ciertamente, jamás podría considerarse a la Guardia Civil ni a sus agentes como un colectivo vulnerable, discriminado o marginado, en los términos requeridos para entender concurrente tal agravante; por otra, ya se había considerado que se trataba de agentes al calificar los hechos como atentado–. Ni la de abuso de superioridad, tal como se produjeron los hechos y porque es difícil de comprender esta agravante en el delito de atentado a la autoridad.

Es evidente que el caso Altsasu no ha terminado. No lo ha hecho desde el punto de vista de su recorrido judicial, pues es claro que continuará en el Tribunal Constitucional y, en su caso, en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, según anuncian las defensas. Tampoco ha terminado, desgraciadamente, para las personas condenadas, que deberán seguir en prisión un tiempo relevante, ni para sus seres queridos. Y tampoco ha terminado para una gran parte de la ciudadanía navarra y de toda Euskal Herria que, amplia y diversa, sigue reclamando justicia. Entiéndase bien: justicia y proporcionalidad, tal como de manera clara y ejemplar se ha expresado reiteradamente en las calles de la localidad, sin apelar jamás a la impunidad o a la absolución, sino asumiendo lo incorrecto e injusto de los hechos enjuiciados, pero pidiendo –exigiendo legítimamente– su justo castigo, con independencia de lo que, también legítimamente, se haya solicitado en el ejercicio del derecho de defensa en el proceso judicial.

Seguramente tampoco ha terminado para los agentes agredidos y sus parejas, que han tenido, como es debido y esperado, apoyo institucional y que, en lo personal, merecen todo el respeto y comprensión. Pero ello tampoco remata la cuestión política que también se agita en este caso, que es el de la presencia de la Guardia Civil en Euskadi y Navarra, que deberá resolverse también políticamente, cuestión que he dejado para el final y de manera marginal para evitar mezclarla con la cuestión prioritaria.

Nota: el título de esta colaboración juega con el lema “Atsasukoak aske” –“los de Altsasu libres”–, que sigue encabezando las críticas ciudadanas a este caso, su tramitación y las soluciones dadas hasta el momento.

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