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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Non olet

El excomisario José Manuel Villarejo.

Isaac Rosa

Entra el periodista en el plató, se acomoda en su asiento, la tertulia va a comenzar. Viene sorprendido porque minutos antes el taxista no paraba de pulverizar ambientador, la maquilladora no pudo aguantarse las arcadas, por el pasillo todos se apartaban a su paso, y ahora en la mesa el resto de periodistas abanica el aire con sus tablets, mascullan “qué pestazo, por diós”, y el director del programa se mira las suelas por si ha pisado una mierda.

Es ficción, claro. Pero imaginen si la “cloaca” hiciese honor a su nombre y en efecto desprendiese un hedor insoportable, un hedor cierto, no metafórico, que se pegase a la ropa, a la piel y al pelo de todo el que la frecuenta. Periodistas que dejan de ser invitados a tertulias porque nadie se sienta a su lado; policías a los que nadie puede poner una medalla sin marearse; políticos marginados en sus partidos, expulsados e inhabilitados de por vida; ex gobernantes que no pueden dar conferencias ni recibir homenajes porque no hay quien soporte su proximidad nauseabunda; y papeletas que pocos votantes se atreven a rozar siquiera.

Pero resulta que no, que la cloaca no huele. Nada. Como el dinero, recordaba Sánchez Ferlosio en Non olet (y permítanme este mínimo recuerdo al gran autor). Allí recuperaba la conocida anécdota histórica que da título a su libro: la reacción del emperador romano Vespasiano cuando le reprochaban que los urinarios públicos fuesen de pago: cogía una moneda y comprobaba que no olía a orina. “Non olet, no huele, y sin embargo es producto de la orina”.

Lo mismo pasa con la cloaca policial-política-mediática: que es mierda pura pero inodora. Nos escandalizamos con aspavientos un ratito, y hasta la próxima. La operación contra Pablo Iglesias y Podemos (que es un partido democrático y no una organización delictiva, y lo mismo la CUP, a la que intentaron infiltrar un topo) es solo el último episodio de un largo historial vomitivo, pero ni siquiera por acumulación hemos desarrollado una repugnancia suficiente.

Por eso, ya que el hedor metafórico no es suficiente, uno fantasea con que el hedor fuese auténtico. De ser así, tal vez en la Transición se habría saneado hasta el último sótano, recobrado el olfato democrático tras décadas de hediondez franquista. O en los ochenta, cuando la guerra sucia incluía extorsiones pero también asesinatos, torturas y secuestros porque “el Estado de Derecho también se defiende en las alcantarillas”, según memorables palabras de un ex presidente que hoy se pasea perfumado por instituciones, conferencias y presentaciones de libros. Si el hedor fuese auténtico, sería impensable que la pestilencia acumulada hubiese llegado hasta el gobierno de Rajoy, cuando la cloaca bulló alegre y lo mismo actuaba contra los independentistas catalanes que contra Podemos o para salvar el culo al PP con Bárcenas. Y por supuesto, el pestazo llevaría al actual gobierno a ser mucho más enérgico en la operación de limpieza.

Pero no. La cloaca es mierda pero non olet. Ojalá atufase, así quizás no sentiríamos tanta indiferencia, tanto escandalizarse un ratito (yo el primero). Algunos votarían tapándose la nariz pero de verdad, y todos trataríamos a sus responsables y a sus cómplices como lo que son: apestados.

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