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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Por mí y por todos mis compañeros

Médicos revisan a un paciente dentro de una unidad de cuidados intensivos del hospital Poliambulanza, de Brescia (Italia).

José Miguel Contreras

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En estos días irreales que nos ha tocado compartir, me asaltan de forma descontrolada recuerdos difíciles de conectar entre ellos. Paso por todo tipo de estados de ánimo. Noches atormentadas en las que todo es negativismo y amaneceres encendidos en los que sólo deseo promover cualquier iniciativa que pueda contribuir a fortalecer la lucha contra la mortal amenaza que nos acecha. Durante todo el día, me mantengo en contacto continuo con familia y amigos para intercambiar nuestras inquietudes, dudas, temores… y también para buscar la risa, la compañía, la solidaridad.

No sé por qué en ese caos mental que a uno le invade, me ha venido a la memoria cuando todos los niños de mi barrio jugábamos interminables competiciones en las que la mayor parte nos escondíamos, cada uno por nuestro lado, para no ser descubiertos por los guardianes de un bote rellenado con piedras que al agitarse podía oírse en los alrededores. Uno a uno, muchos de los escondidos éramos descubiertos por los vigilantes y quedábamos eliminados. La emoción del juego consistía en que uno, bastaba con que solamente uno, pudiera escabullirse y llegar hasta el bote y liberara al resto con un sonoro e indispensable grito: ¡por mí y por todos mis compañeros! El clamor posterior era audible en toda la manzana.

Cuando el recuerdo se ha desvanecido, he querido ver que inconscientemente estaba intentando decirme algo a mí mismo. Vivimos días en los que se entremezclan dos sentimientos contradictorios. Por un lado, un intenso espíritu de confraternidad, de agradecimiento a quienes arriesgan su vida por protegernos y facilitarnos la existencia, de preocupación por las personas que nos rodean. Consumimos información con la esperanza de ver una luz al final de un túnel completamente oscurecido. Simultáneamente, de los medios de comunicación, de las redes sociales o de personas de nuestro entorno, nos llegan mensajes marcados por la negatividad, el reproche, el odio. Me siento en una montaña rusa. Hay momentos, como cada día a las ocho de la tarde, en los que me vengo arriba orgulloso de formar parte de una comunidad solidaria, movilizada y dispuesta a combatir hasta el final, seguro de que vamos a salir de esta más fortalecidos generacionalmente como país y como sociedad. Sin embargo, cuando escucho cacerolas sonar, cuando oigo descalificaciones partidistas, cuando leo diatribas ideológicas o cuando veo a compatriotas dominados por el rencor que intentan señalar culpables inexistentes en los que descargar la ira colectiva, reconozco que me invade una profunda tristeza.

Lo peor de todo es cuando yo mismo me descubro anidando sentimientos negativos contra otros. Me destroza cuando anidan en mí la rabia y el desprecio. Lo considero un fracaso de aquello en lo que creo y una victoria de lo que quiero eliminar. Esta maldita etapa que nos toca compartir no sólo es una guerra contra un virus letal que ha aparecido en nuestra existencia. No sólo es una batalla descomunal contra una pandemia desconocida y todavía imbatible. También es una lucha entre el bien y el mal. Es una pelea entre el poder constructivo de la confraternidad y la fuerza destructiva de la división. Es el choque entre el amor y el odio. Es el combate entre la mano que te ofrece ayuda y el puño que te quiere golpear.

Toda desgracia, por dura que sea, y creo saber de lo que hablo, enseña siempre una lección. Vamos a acabar con este virus. No tengo duda. El coste va a ser desmedidamente cruel. Cuando ganemos, esa guerra quedará atrás. Sin embargo, lo que seguirá viva es nuestra comunidad, nuestra vida compartida. Cómo vaya a ser esa vida futura lo vamos a determinar ahora. Esa es otra guerra que libramos en paralelo. La tragedia nos está abatiendo, nos está castigando sin piedad ni conmiseración alguna. Pero mataremos al virus. No dejemos que la pandemia mate algo aún más importante que nuestra vida individual, la sociedad que aún tenemos que compartir esperemos que durante muchos años. La sociedad que dejaremos a nuestros hijos y que ellos contarán a sus descendientes. No sólo nos jugamos la vida. También nos jugamos la coexistencia. Quiero ganar las dos guerras… por mí y por todos mis compañeros.

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