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La competencia no es pecado

El presidente de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), José María Marín Quemada, recibe la felicitación del ministro de Economía, Luis de Guindos. / Efe

J. Ignacio Conde Ruiz

En los albores del siglo XX, el principal yacimiento de petróleo del mundo se encontraba en la próspera ciudad portuaria de Bakú, en Azerbaiyán. Atraídos por el negocio, las compañías petroleras de las familias Rothschild y la gigantesca Standard Oil Company de Rockefeller entraron en escena y empezaron a extraer petróleo de Baku. En ese momento, Rockefeller y Rothschild estaban compitiendo por liderar tanto el negocio del petróleo como el de la banca. Pero ambos competidores enseguida se dieron cuenta de que la competencia no era una buena cosa para sus intereses. Cuantos más pozos de petróleo perforaban, mayor cantidad de petróleo se producía y más caía el precio del barril. Esto llevó a John D. Rockefeller a exclamar: “¡La competencia es un pecado!” Pronto negociaron una solución: repartirse el mercado mundial en dos áreas geográficas separadas y bien definidas. Además, establecieron límites a la producción mundial del petróleo con el objetivo de mantener el precio del crudo lo más alto posible. A nadie le sorprende que bajo este acuerdo tanto Rothschild como Rockefeller se beneficiaran sustancialmente.

Es fácil de entender que cuando existe competencia por ofrecer un servicio o vender un bien, el precio final será más bajo que cuando ésta no existe. Aun así, nunca deja de sorprenderme, ¿qué tendrá la palabra competencia que genera tan pocas simpatías y apoyos?

En un entorno competitivo es crucial que exista libertad de entrada de empresas. La competencia entre ellas garantiza que el precio al que se vende el producto sea tal que no se puedan obtener beneficios excesivos. La explicación es obvia: si el precio al que están vendiendo el producto es muy superior al coste de producción y, por lo tanto, los beneficios son altos, habrá otras empresas que querrán entrar en el mercado para producir el mismo bien y obtener también dichos beneficios. Se crean nuevas empresas, aumenta la oferta del bien, y el precio cae. No hay ningún misterio, cuanto mayor es la oferta de un bien, menor es el precio. Por este motivo los economistas sabemos desde hace mucho tiempo que los monopolios o los oligopolios, que se coordinan para comportarse como tal, no son buenos para los consumidores. Si en un mercado solo hay una empresa que produce un bien, un monopolio, lo que hará es fijar el precio que le permite maximizar beneficios. En este caso puede fijar el precio que quiera sin preocuparse de qué hacen las otras empresas porque simplemente no existen. Por el contario, en un contexto donde haya varias empresas compitiendo en libertad, éste no es el caso, pues si una empresa decide fijar un precio demasiado alto, entonces habrá otra que lo fijará un poco por debajo y se llevara toda la demanda. El precio final será aquel tal que a ninguna empresa le interese vender por debajo de ese precio. Es decir, este será un precio cercano al coste de producción.

Los beneficios de un entorno competitivo son claros. En primer lugar, al garantizar que los precios son lo más bajos posibles, los trabajadores ganan poder adquisitivo. En segundo lugar, al no haber barreras a la entrada, se crea un entorno dinámico que facilita la adopción de nuevas tecnologías para conseguir competir. Las nuevas tecnologías facilitan no sólo la creación de nuevas empresas sino que también generan oportunidades de empleo para los trabajadores con el capital humano adecuado para ellas. Por último, las empresas saben a qué atenerse y cómo prepararse, sus inversiones no dependen de los vaivenes o favores políticos, y se centrarán en conseguir una mejor posición para competir.

Después de este razonamiento nadie debería estar en contra de la competencia. Entonces, ¿por qué existen entornos que no son competitivos? Bueno, también sabemos desde hace mucho que, cuando las empresas se pueden organizar libremente, lo que hacen es formar carteles para coordinarse y fijar los precios más altos posibles (aquellos que maximizan sus beneficios). Y que esto es más fácil de hacer cuanto menor es el número de empresas que operan en una industria. Es decir, aunque la competencia es un bien de interés general, lo cierto es que en un entorno no competitivo también hay ganadores. En primer lugar, las empresas que, al no competir con otras, pueden cargar precios más altos a los consumidores y así obtener unos beneficios mucho mayores que los que obtendrían si están sujetos a la competencia. Y, también, por qué no decirlo, es posible que los trabajadores de dichas empresas puedan recibir unos salarios más elevados de los que obtendrían en un entorno competitivo.

Pero el coste que se paga por no tener competencia es muy grande: precios mayores para todos los consumidores. Y esto es clave. Es fácil comprender que los trabajadores se opongan a bajadas de sueldos. Pero ¿no deberían oponerse con la misma intensidad a la falta de competencia entre las empresas? Al final lo que cuenta para un trabajador es lo que puede comprar con su salario, y una mayor competencia incrementa el poder adquisitivo de cada euro que recibe. Visto así, no cabe duda de que la competencia debería ser un aliado de los trabajadores. Por esto parece incongruente que la izquierda no reivindique con mucha más energía la competencia y la lucha contra los monopolios como uno de sus principios básicos.

Pero aquí no acaba la historia. Sabemos que en muchos mercados es necesaria la regulación del sector público para conseguir que exista competencia. Suelen ser mercados –como la electricidad, los combustibles o las telecomunicaciones– donde, por la estructura de costes, es natural que existan pocas empresas. Por eso hace falta la regulación, para que exista más competencia. Aquí tenemos otra incongruencia. Si el objetivo final es la competencia y, sin regulación, no es posible garantizarla, ¿por qué muchos que se definen liberales se oponen a dicha regulación? Y la incongruencia se hace mucho más visible recordando cómo a uno de los padres del liberalismo, Adam Smith, le preocupaba la facilidad con la que las empresas pueden manipular los precios: “Raramente gente del mismo oficio se encuentra reunida, incluso con el propósito de disfrutar o de distraerse, sin que la conversación acabe con alguna conspiración contra el público, o para hacer alguna maquinación para elevar los precios” (La riqueza de las naciones, I.x, sección 2ª). Los que ven las ventajas de la ausencia de regulación en entornos competitivos, pero no logran reconocer las ventajas de la regulación en entornos no competitivos, no son pro-mercados, como lo sería un liberal, sino pro-empresas, como lo sería un miembro de un lobby empresarial.

Por último, aunque está prohibido formar carteles para subir los precios y en algunos sectores hay regulación para tratar de evitarlo, alguien tiene que velar para que se cumpla la ley. Esta tarea les corresponde a los organismos reguladores. Cuanto mejor y mayor sea su capacidad técnica, más independencia tengan y más proactivos sean, mejor harán la tarea. Y para ello es crucial que capacidad y profesionalidad sean los principales criterios de nombramiento de los consejeros de los organismos reguladores como vía de garantizar su independencia y su neutralidad. Y es fundamental también que el regulador tenga un presupuesto suficiente para poder contratar al personal más cualificado posible y que controle las técnicas más sofisticadas para identificar comportamientos de precios compatibles con entornos no competitivos.

A estas alturas ya sabemos todos que la recién creada Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia dista bastante de estos principios básicos. Pero ¿a quién le importa la falta de competencia? Ni a la derecha ni a la izquierda le interesan estas cosas, y eso que no es un pecado.

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