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Un cuento de Navidad

Miguel Roig

Existe una anécdota apócrifa muy conocida que tiene por protagonista a Charles Saatchi, fundador, junto a su hermano Maurice, de la agencia británica Saatchi & Saatchi. La historia ocurre una mañana en la que el publicista va a trabajar y atraviesa Central Park en Nueva York. Como cada día deja una moneda al pie de un ciego que siempre se encontraba allí. Esa mañana, en lugar de la moneda Saatchi le escribe algo en el cartel que cuelga del cuello del hombre. Por la tarde, de camino a casa, le pregunta al ciego cómo le ha ido y este le dice que jamás le habían dejado tantas monedas y le pide que le lea lo que ha escrito en su cartel. ‘Soy ciego y hoy empieza la primavera’, le contesta el redactor.

No es la primera vez que cuento esta historia pero la vuelvo a referir porque al ver la campaña de la lotería de Navidad la recordé.

La historia del hombre que no ha comprado su participación en el sorteo y es redimido por el dueño del bar constituye una de las mejores piezas de comunicación publicitaria que se han visto en los últimos tiempos.

Sostiene Jacques Lacan que lo real es aquello que el lenguaje no puede expresar, que no tiene explicación, y que lo simbólico es una construcción que hacemos a través del lenguaje con la cual ordenamos el mundo. Para el ciego de la historia de Saatchi, en el orden simbólico, las monedas tienen un significado central, son su sustento; para los viandantes que pasan por allí puede que sean solamente calderilla. La intervención del redactor, agregando una frase, produce cambios. Quienes pasan por allí, mediante la lectura del cartel modifican el valor simbólico del ciego y, al cambiar el significado, aparece la compasión en lugar de la indiferencia y las monedas también cobran esa significación. Lo real, para el ciego y para la gente, es la fatalidad arbitraria de la ceguera. La evidencia explícita de la primavera en el cartel hace que los paseantes vean a un ciego y no a un mendigo más.

El año pasado Raphael, Montserrat Caballé y algún famoso más plasmaron un significado atroz a la lotería de Navidad: el del esperpento.

Este año, el protagonista del spot, Manu, quien no ha comprado su décimo porque posiblemente es un desempleado, al toparse con la solidaridad de Antonio, el dueño del bar, cambia radicalmente el significado de la lotería: deja de ser un juego de azar, una posibilidad remota de obtener un premio, una futilidad ridiculizada por una soprano para convertirse en una emoción compartida. Lo real, la contingencia de estar bajo el inexplicable albedrío de la crisis, queda postergado. Nos une lo solidario, nos vincula la lotería, postula con éxito la campaña. Y del mismo modo que desplaza el significado de la crisis para instalar en un décimo la emoción de una posible salida, ataca otros insights (los sentimientos del consumidor en el diccionario del marketing). Hay una batería de spots que acompañan a esta pieza central. Por ejemplo, uno que refuerza la percepción que los ciudadanos tienen de la banca en el que vemos a un empleado bancario, afortunado ganador, que deja en evidencia el pérfido rol de las entidades financieras. En otra pieza del lote, aparece un inhumano hombre de negocios que ve como se desbarata un desahucio –nada menos que al solidario dueño del bar–, en manos de la buena fortuna. La lotería, nos cuenta la campaña, está de nuestro lado, del lado de los buenos.

Llama la atención que estas cuidadas piezas de comunicación surjan de un organismo público, sujeto al dominio del Gobierno. Más aún que hayan tenido el buen criterio de convocar –de ahí el resultado– a una de las mejores agencias de publicidad y no a un gabinete improvisado ad hoc como es lo usual.

En el cuento La lotería de Babilonia, Jorge Luis Borges narra una historia fantástica en la que un juego de lotería fue mutando desde su propósito original de entregar un premio en monedas hasta otorgar como recompensa todo tipo de adversidades, ya que, según escribe Borges en el cuento, la lotería primitiva fracasó porque ‘su virtud moral era nula. No se dirigía a todas las facultades del hombre: únicamente su esperanza’. Pero el cuento introduce otro giro: la compañía que explota el juego se hace con todo el poder público. Es decir, que Babilonia y el destino de sus ciudadanos quedan bajo el poder omnímodo de la lotería.

Siendo entonces Lotería Nacional la que, al parecer, es el único brazo del Ministerio de Hacienda con capacidad de comunicación eficaz, cabría inferir que acabe por ocupar, como en Babilonia, el espacio vacío que deja Moncloa. ¿O acaso no es más eficaz el significado del sobre que Antonio, el dueño del Bar, le da a Manu que el de los sobres que entregaba Bárcenas?

La cuestión es que hace ya tiempo que los ciudadanos perciben al Gobierno como representante de los mercados y a estos como una suerte de lotería que, del mismo modo que la de Babilonia, solo proporciona adversidades. Y esta certeza no da lugar a parábolas.

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