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La culpa es de los asesinos

Varios personas son atendidas en el lugar del atentado en La Rambla.

José María Calleja

Buscar culpables es una forma urgente de tratar de encontrar consuelo cada vez que se produce una situación límite en la que se pierden vidas.

Después de la matanza de Barcelona de este agosto salimos todos, no sólo los periodistas, a dar explicaciones. Una matanza menor en número de asesinados, pero mucho mayor en impacto emocional y mediático que el crimen de Hipercor: 21 asesinados a manos de la banda terrorista ETA, hace justo 30 años, un sábado por la tarde, con un artefacto elaborado con escamas de jabón para que se pegaran a las víctimas y las quemaran aún más.

Hay una presunta explicación, cada vez que ocurre una matanza como esta de La Rambla, que me resulta irritante. Parte de la base de que algo habrán hecho las víctimas, y los valores de libertad y democracia que simbolizan, para ser asesinados física y simbólicamente, como los turistas de La Rambla.

Algo estaremos haciendo mal, dice el flagelante, y autoflagelante de turno, para que chicos insultantemente jóvenes se suban a una furgoneta y piensen que su proyecto de vida ideal pasa por la matanza ajena de seres como él, a los que no conoce. Cuantos más asesinados, mejor, de ahí el zigzag.

No sé qué habrá hecho mal el chavalito australiano de siete años –con rasgos orientales, mestizo– asesinado en la matanza de La Rambla, para justificar que le hayan truncado la vida recién estrenada.

No sé qué habrán hecho presuntamente mal todas las demás víctimas, mortales o heridas, pasando por el español que vivía en Rubí y sale con su nieto a La Rambla y mueren los dos; o la zaragozana que veranea en Cambrils, lugar de destino desde los sesenta de media Zaragoza; o el italiano asesinado delante de sus hijos pequeños… No creo que ellos, ni ninguna de las víctimas, hayan hecho algo para merecer su muerte.

Se suele decir víctimas inocentes, para subrayar la injusticia de su asesinato, pero sería igualmente injusta la matanza si las víctimas fueran culpables de algo; no sé, de ser turistas; de ser bisnietos de presos galeses trasladados a Australia…

Lo que tenemos entre los asesinos de Barcelona y Cambrils –entre Salou y Cambrils, cantó Serrat, cuando yo era joven– son jóvenes perfectamente integrados, buenos estudiantes, puestos como modelos a seguir, en algún caso, por los padres de los malos estudiantes con los que jugaban al balón. Pero está el odio. Si a un grupo de personas, en Cataluña, Cantabria, Euskadi, Cartagena, Bollullos de Lamitación o Castrillo de los Polvazares, les entrenas en el odio desde  preescolar, les das cucharadas soperas de odio en el desayuno, comida y cena, es estadísticamente probable que de cada cien adoctrinados en esa gimnasia perversa te salgan diez dispuestos a asesinar en masa y llenos de razón. En eso estamos.

Entrenamiento en el odio, agitado y mezclado con el mañana nos pertenece y con la construcción de un credo, de un catálogo de frases que dan sentido a mi vida; todo esos ingredientes suman matanza sin empatía.

Los únicos culpables del asesinato de Barcelona son sus asesinos, como antes lo fueron los criminales de Hipercor. Está claro, la culpa no es de las víctimas, es de los que asesinan.

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