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No es la demografía

Juan Antonio Fernández Cordón

En el debate actual sobre la modalidad de financiación del sistema de pensiones surge de nuevo el habitual argumento de la amenaza demográfica, cuya magnitud exigiría reformas en profundidad, lo que a su vez significa en realidad más recortes.

La afirmación de que España será el país más envejecido de Europa en unas décadas se basa en unas proyecciones de población a cincuenta años vista que difícilmente pueden ser tomadas como palabra revelada. Las últimas cifras publicadas por el INE en 2014 anticipan para 2063 una fecundidad más baja que la actual (un 20% por debajo de la proyección realizada por Eurostat en 2013 y un 40% inferior a la proyección del propio INE en 2012) con una esperanza de vida sorprendentemente alta. De esa manera se llega a 2064 con un porcentaje de mayores de casi el 38%, cuando Eurostat da el 29%, y un ratio entre mayores y personas en edad de trabajar de casi el 75%, frente al 49% el indicador europeo en unas estimaciones que se podrían calificar de desmedidas.

El envejecimiento demográfico es inevitable, pero Eurostat produce no menos de cuatro variantes distintas, además de la que califica de principal, para permitir valorar el impacto de posibles variaciones en el curso futuro de la fecundidad, la mortalidad y los flujos migratorios. El INE, en cambio, presenta un único escenario, desarrollado con una metodología poco convincente que amplifica artificialmente la magnitud del envejecimiento de la población.

Los problemas actuales del sistema público de pensiones se deben, manifiestamente, a la incapacidad de nuestras empresas de generar empleo suficiente y a la tendencia a la reducción de los salarios y la precarización del trabajo. La solución, a corto plazo, pasa por crear empleo, algo siempre necesario por otra parte. Pero los partidarios de recortar avisan de que no basta con crear empleo, que es necesario “profundizar en las reformas” y el argumento sigue siendo la demografía. Sin embargo, el análisis no corrobora sus temores. La baja fecundidad no ha tenido hasta ahora ningún efecto sobre el crecimiento y la estructura por edades de la población porque ha sido compensada con creces por la llegada de inmigrantes.

En el futuro, la previsible disminución de la población en edad de trabajar no impedirá que crezca el empleo si las empresas son capaces de generarlo, gracias al deseable aumento de la tasa de ocupación y de la posibilidad de llegada de nuevos inmigrantes. La llegada a la jubilación de las generaciones más nutridas, nacidas en los tiempos de alta fecundidad, es coyuntural y puede ser perfectamente absorbida si el empleo es suficiente. El único cambio demográfico que plantea un problema de fondo al sistema de pensiones es el alargamiento de la longevidad de los españoles. Por eso es necesario que la proyección de la mortalidad futura se haga con las mejores técnicas disponibles y con total transparencia.

Eurostat advierte que la esperanza de vida a los 65 años pasará en 2060 de los actuales 18,7 años a situarse entre los 26,3 y los 28 años en el caso de las mujeres, con un crecimiento en torno a 0,44% anual para los hombres y a 0,33% para las mujeres en la variante principal. La previsión se verá afectada por la evolución de nuestro sistema de salud y encubre fuertes disparidades sociales. Aunque el aumento de la esperanza de vida a un ritmo de 0,4% anual no parece inasumible, se trata de una cuestión compleja, cuya solución debe encontrar la propia sociedad a través de la política. No están en juego los recursos de un sistema de pensiones cerrado a todo el resto, sino la distribución de los recursos globales a través de los mecanismos más adecuados.

El futuro de las pensiones no depende tanto de la demografía como de la distribución de la riqueza, un tema que muchos economistas se niegan a abordar. Es perfectamente posible mantener, e incluso incrementar, el PIB con una proporción menor de adultos si aumenta la tasa de ocupados en la población. En ese caso, cualquier reforma que impida aumentar adecuadamente la proporción del PIB que va a los mayores supondrá una alteración de la actual distribución de la renta en detrimento de ellos y en favor de los adultos, que no serán necesariamente los asalariados. Un fuerte aumento de la parte del PIB dedicada a los mayores no debe asustar si somos capaces de poner en práctica instrumentos más eficaces de redistribución, capaces de mantener la relación actual entre el nivel de vida de los mayores y el del resto de la población. Un cometido, la redistribución, siempre encomendado al sistema impositivo.

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