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Nuestros derechos, sus estorbos

Protesta contra los desahucios.

Olga Rodríguez

Una de las características con las que en un futuro se podrá describir la época en que vivimos es la de la santificación de la legalidad para justificar lo injustificable. En nombre de la ley se han tumbado conquistas sociales en tan sólo 48 horas, cambiando para ello, precisamente, la ley. En nombre de la ley se violan derechos fundamentales: vivienda, condiciones dignas de trabajo, educación pública de calidad, políticas destinadas a fomentar la igualdad, etc.

Desde el poder se invoca la ley para todo: vale para justificar cargas policiales en las manifestaciones, para echar a la gente de sus casas y obligarles a seguir pagando por un techo que ya no tendrán, para bajar sueldos y recortar garantías; vale para facilitar los despidos, para mermar o suprimir ayudas fundamentales, para que los ricos evadan impuestos o tributen sólo al 1%.

Ahora, en nombre de la aplicación de la ley se suspende en tiempo récord la ley de consultas y la convocatoria del 9N en Catalunya, aumentando así la tensión en dicho debate y por tanto reforzando la razón y la voluntad de quienes reivindican una consulta.

El Tribunal Constitucional no ha hecho nada para detener los desahucios, ha avalado las partes centrales de la reforma laboral, se sigue permitiendo el rescate a los bancos, pero en tan sólo unas horas se activan los mecanismos para impedir lo que reclaman una mayoría de catalanes.

El derecho, la ley, son marcos fundamentales para las sociedades libres y democráticas. Pero hay quienes se aferran a la ley para una cosa y su contraria. Ahí tenemos el ejemplo de la delegada del Gobierno de Madrid, Cristina Cifuentes. En nombre de la legalidad pidió cuatro años de cárcel para un usuario anónimo de Twitter por insultarla, pero a la vez, en nombre de la ley apela a la libertad de expresión para decir que Ada Colau apoya a grupos proetarras. Colau, que por semejante acusación falsa recibió amenazas de muerte –también su familia– ha ejercido su derecho a la demanda, para defender su honor. Ante ello, la Fiscalía, en nombre de la ley –y con una entrega que pareciera mayor que la del propio abogado de Cifuentes– ha apelado a la libertad de expresión de la delegada del Gobierno.

Con la ley en la mano podemos ver cómo aumenta un 14% el número de ejecuciones hipotecarias con respecto al segundo semestre del año pasado. En nombre de la legalidad se justifican y perpetúan situaciones de emergencia social. Se vulneran derechos fundamentales, se mantiene un orden social injusto en el que crecen las desigualdades y se permite que el peso de los costes de la crisis recaiga sobre los que, sin originarla, sufren sus peores consecuencias.

Las leyes pueden cambiarse, porque legalidad no siempre es sinónimo de justicia. A la vista están ejemplos notables, como las leyes de segregación racial estadounidenses que permitieron la aplicación de la discriminación contra personas de raza negra hasta mediados del siglo XX o las leyes nazis de Núremberg, cuyo objetivo era evitar mezclas de la comunidad judía con el resto de alemanes.

Aquí, en el sur de la Europa del siglo XXI, nuestros derechos son vistos como un obstáculo por quienes más se benefician de la desigualdad. Por ello mismo ya hace tiempo que nos declararon una guerra a través de leyes, reformas, interpretaciones judiciales e imposiciones tan injustas que han provocado una respuesta social.

Los intereses de la mayoría son un estorbo para quienes manejan las riendas de la política y la economía. Y así asistimos a la insoportable levedad de la legalidad, de la libertad de expresión o de eso que llaman democracia. Quienes gobiernan sólo para la elite han perdido toda legitimidad. Ante eso, optan por mantener un ataque sin balas, mintiendo, imponiendo, criminalizando.

Como dijo Martin Luther King, la injusticia en cualquier sitio es una amenaza para la justicia en todo el mundo. España en 2014 es buen ejemplo de ello.

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