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La desescalada

Pedro Sánchez

Elisa Beni

No hay mayores lecciones que las que la infancia nos graba. Tampoco traumas más grandes. Cuando era niña cultivaba yo ya la viejuna costumbre de invertir mi paga en chucherías, tebeos o libros y reservarlos para su consumo durante la semana. Así nació mi almacén secreto que siempre estaba surtido de gominolas de fresa, regalices rojos y ácido en que untarlos, chicles Cheiw y otras delicias inenarrables. Lo único que no podía acumular eran las cebolletas y tal pecado avinagrado era consumido inmediatamente y sin remordimiento alguno. Mi hermana menor saqueaba invariablemente el mueblecito de mi parte de dormitorio que me servía de depósito. Se jamaba mis cosas sin prurito alguno. Desordenaba mis libros de cuentos, que yo había amorosa y trabajosamente clasificado por temáticas o autores en mis estanterías. Derribaba de golpe todas las parejas de muñecos ataviados con trajes regionales que mi padre nos traía de sus viajes sobre mi cama para que yo me viera obligada a reponerlos en su sitio. Una y otra vez. A veces la situación se tensaba más allá de lo admisible. Cuando se lo reprochaba y discutíamos pasaba a las manos. Mi madre -nunca hallaré lugar suficiente para homenajearla- terciaba. Curiosamente, casi siempre elegía tener una charla conmigo - ¡conmigo, que era la más agraviada! - y yo no podía evitar que una cierta sensación de injusticia me llevara a revolverme y protestar. ¡Ah, no dejar nunca que la injusticia te sea indiferente! Ella siempre me llevaba a su campo con un argumento que seguía sin parecerme justo, que me costaba aceptar, pero que era racionalmente irreprochable: “esto no puede seguir así y tú eres la mayor, la que más cuenta te das de las cosas y la que tiene que poner más de su parte”.

Nunca fui consciente de que mi ama me estaba forjando para asumir que la desescalada de los conflictos debe ser iniciada, en la mayor parte de los casos, por la parte que siendo o no la más responsable, eso no se valoraba, es la que acumula más poder o potencial de hacerlo. Cuando los conflictos han llegado a un punto álgido de tal tenor que es claramente perceptible que no es sostenible por ninguna de ambas partes, entonces está claro que ha llegado el momento de la desescalada.

Los conservadores no son la madre de España y lo han demostrado. Ni el PP ni Ciudadanos han considerado que el bien común esté por encima de los agravios de las partes y no se han comportado como esa buena madre de familia que es capaz de darse cuenta de que el primer paso en el proceso de desescalada del conflicto pasa por rebajar la tensión. Mi madre no era conservadora, vaya eso por delante, y créanme que me aflige que por un año y unos meses no haya llegado a ver a Rajoy y los suyos salir del poder. Es una pena que yo no crea que pueda estar disfrutando de ello desde algún lugar etéreo. A mi madre le hubiera gustado ver cómo llegaba el momento de la desescalada.

Ella, la Uzabal, no había leído a Vinyamata, pero como buena vasca sensata sabía que tras esa reducción de la tensión tocaba hablar y detectar las necesidades y los problemas, que era imprescindible que ambas partes nos comunicáramos y se conocieran los agravios, los problemas, las percepciones, las necesidades y hasta los oscuros recovecos del subconsciente que estaban provocando aquello. A fin de cuentas ¿por qué hacía eso mi hermana si tenía derecho al mismo dinero que yo y hasta tenía un mueble gemelo al mío en el que poder establecer su propio almacén de golosinas? Por último, con más o menos lloros o protestas, siempre trataba con paciencia y amor de reconstruir el común de la relación. Mejorar la relación general siempre atenúa y mejora el desarrollo de los conflictos. Todo ello desde una naturalidad abrumadora. Nadie se siente más culpable si sobre el tapete late la idea de que el conflicto no es ni bueno ni malo, sino con la certeza de que el conflicto existe, que la vida es conflicto.

Ahora es evidente que ha llegado el momento de la desescalada en los conflictos existentes sobre los que hasta el momento sólo se ha aplicado el atizador y el fuelle para avivarlos sin remordimientos. Hasta tal punto la lógica política y social ha sido de este tenor, que se ha considerado que pretender aliviar la tensión con consejos tan primarios como los de una madre era una muestra de debilidad a la que incluso se ha bautizado como “buenismo”. Bajo el imperio de lo conservador cualquier deseo de pacificación, de distensión, de diálogo se ha desprestigiado inmediatamente con ese adjetivo. Fue el neoliberalismo en lucha con el gobierno de Zapatero el que acuñó el, para mi opinión, más infame término político dado que consagra la ironía y el desprecio hacia los que consideran que el diálogo y la desescalada son siempre el mejor camino hacia la pacificación. Eso y que la pacificación es buena, claro, porque también hemos asistido a la consagración de la máxima de que la instrumentalización de la tensión para obtener beneficios políticos y electorales de los propios haya sido santificada.

Esa misma manipulación se va a producir en los próximos días cuando asistamos a los múltiples cambios que el nuevo gobierno va a poner en marcha para iniciar la desescalada en los ámbitos que más han tensionado a la sociedad en los últimos años. La cátedra UNESCO de Filosofía para la Paz -supongo que aquí ya los de siempre se están descojonando abiertamente- asume la postura de Honneth sobre el reconocimiento del otro como principal elemento para las desescaladas de tensión. El no sentirnos reconocidos, como personas o como pueblos, nos produce sentimientos de indignación que, prorrogados en el tiempo, hacen surgir el rencor. Hasta ahora ese rencor se ha estimulado al apoyar desde algunos partidos y algunos medios el nacimiento de un no-reconocimiento mayor que enfrentar.

La desescalada está a punto de comenzar. Sólo si se piensa en sacar tajada de la tensión se fomenta una escalada infinita. Una madre jamás hubiera consentido eso. Tal vez nadie que ame a su país debería ser capaz de hacerlo.

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