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El que entra no sale

Miguel Roig

Entre todas las artes, tal vez el cine sea el que mejor refleja no tanto la liquidez del sistema sino la solidez del mercado, ya que la industria se impuso con vigor y fuerza arrolladora. Por supuesto, me estoy refiriendo al llamado mainstream y a la conquista total por parte de Hollywood del espacio audiovisual. Allí donde antes podía hacerse un hueco el llamado cine de autor con un altavoz en Cannes o el después denominado indie, con su templo en Sundance, el mercado ha arrasado con todo. Sólo de tanto en tanto se filtran obras que constituyen una excepción y que se muestran en las cada vez más escasas salas que proyectan los filmes en su versión original.

Hace años en la prensa se empezó a percibir esta mutación con la conversión de las páginas dedicadas a la crítica en meras reseñas en las cuales las distribuidoras buscan frases, como si estas fueran escritas por un redactor publicitario y no por un crítico, para incorporar a la promoción de sus productos.

En el panorama del cine español, dos nombres, José Luis Guerín y Víctor Erice, han sido recluidos a circuitos marginales, a museos o, directamente, al ostracismo. Flotan en un pequeño bote, detenido por una piedra en algún borde del mercado y con serio riesgo de caer y desaparecer. El resto del cine es filmado por el mercado. El propio Erice protagonizó un episodio nada feliz cuando encaró el rodaje de la adaptación de El embrujo de Shanghai, la novela de Juan Marsé, que la productora le obligó a abandonar por razones económicas para encargárselo a Fernando Trueba. Es decir, el criterio, como se ve, no es artístico sino financiero. Siempre ha habido una tensión en el terreno cultural entre el mercado y el artista, pero en la posteconomía este pulso ha sido ampliamente ganado por el primero. Así, podemos decir que de la mano de Trueba el mercado filmó la adaptación de la novela de Marsé. Lo contrario hubiera sucedido de haber sido Erice el autor del film. Poco tiempo después de este affaire, se publicó el guión original de Erice bajo el título La promesa de Shanghai. Es curioso que un guión se convierta en libro en lugar de película, ya que constituye un síntoma que se da en otras áreas a golpe de mercado: la mutación urbana, el giro de los museos hacia galerías de arte y, tal vez el más ramplón, la conversión de las grandes salas de cine en macro tiendas de ropa.

Quizás podríamos utilizar el término gentrificación, anglicismo que significa la salida de la población pobre de un barrio y la instalación de otra de mayor poder adquisitivo, para dar cuenta del fenómeno en el que una obra artística con relativa capacidad de obtener valor económico es sustituida por otra que garantiza la rentabilidad.

José Luis Guerín hace de esto, la gentrificación, el tema de una de sus grandes obras. En construcción se estrenó en 2001, pero su factura llevó tres años de complejo trabajo de realización y montaje. La película registra el día a día en el barrio del Raval en Barcelona, también conocido como Barrio Chino, donde se documenta el derrumbe de un grupo de viviendas antiguas habitadas por gente de clase baja y la construcción de un conjunto moderno que pasaría a ocupar una clase social de alto poder adquisitivo.

La película comienza con imágenes en blanco y negro de mediados del siglo veinte, donde se ven escenas de la vida cotidiana en el barrio. En la última, la cámara sigue a un marinero que recorre las calles ocupadas por vecinos y prostitutas. El marinero, ebrio y tambaleante, se cruza de una acera a otra y deambula por las callejuelas del barrio. La cámara, atenta, no le abandona y nos lleva detrás de él, cada vez más inestable, hasta que le vemos girar en una esquina y le perdemos de vista. ¿Cuánto tiempo habrá podido seguir hasta dar con sus huesos en algún portal o bajo los soportales de una plaza? Es el prólogo de la película, pero también es el anuncio del destino de los antiguos moradores del barrio que verán cómo se derrumban sus vidas junto con sus paredes y, al igual que el marinero, se irán tambaleando hasta abandonar su espacio vital y ocupar un fuera de cuadro social.

En una escena del film, la cámara capta la conversación de dos albañiles marroquíes que observan con curiosidad el plano de la obra e intentan interpretarlo. Uno de ellos se empecina en decodificar los dibujos y se obsesiona porque no halla, en el plano, la salida de los pisos. El otro, para acabar con el tema le dice, “El que entra no sale”. Parece una advertencia del mercado. Pero le sigue otra intervención, igual de interesante, del mismo albañil escéptico: “Nos traen para trabajar no para entender; si entiendes te echan”. Es lo que le ocurrió a Víctor Erice con El embrujo de Shanghai.

Cannes, meca del cine de autor, cobija no sólo el festival cinematográfico sino también la celebración anual del festival de publicidad más importante del mundo. En una de las últimas ediciones del festival se proyectó un corto de Roman Polansky.

A therapy, tal es el nombre del film, está protagonizado por Ben Kingsley, en el rol de un psicoanalista, y la actriz Helena Bonham Carter, que interpreta a la paciente. Comienza con el terapeuta tomando unos apuntes en su escritorio cuando es interrumpido por la llegada de la mujer. La paciente se deja quitar el abrigo y, displicente, se quita los zapatos para caer finalmente en el diván y arrancar con un monólogo en el que narra una pesadilla. Poco a poco, sus palabras pasan a un segundo plano en la medida que vemos la atracción que comienza a manifestar el terapeuta por el abrigo de ella, quien, abstraída en el diván, cree ser escuchada. En un momento dado, el psicoanalista se pone de pie y se acerca al perchero con la actitud de aquel que al fin da con el fetiche anhelado. Mientras la paciente no para de hablar, el terapeuta, sin interrumpir su juego, se mete en el abrigo de la mujer denotando un íntimo placer. Ben Kingsley acaricia la textura del abrigo y las imágenes de Polansky nos permiten comprender que el personaje ha encontrado en la prenda la piel del goce. En el final del cortometraje, con el clímax del psicoanalista, aparece un rótulo en el que leemos: Prada suits everyone (Prada se adapta a todos). Se trata, ni más ni menos, de un spot en formato cinematográfico rodado por un cineasta y una pareja de actores consagrados y de amplio reconocimiento artístico, que se ponen al servicio de una marca, Prada, y producen publicidad en lugar de arte. No es la primera vez. Federico FelliniWoody Allen y Martin Scorsese, entre otros grandes directores, aún Ingmar Bergman en sus inicios, han trabajado en el campo publicitario. La novedad aquí reside en que estamos ante otro desplazamiento: una pieza publicitaria abandona su contexto natural, el festival de cine publicitario, y es exhibida en el marco del festival de cine.

Ahora, ¿dónde se coloca el espectador? El espectador asiste a lo que le proyectan. Al igual que el cine es filmado por el mercado, la audiencia es desplazada en la misma operación, sin salir de una sala en la que se proyecta una película mainstream o un corto publicitario. Al fin y al cabo, se trata de productos similares: artesanías que responden a un fin útil, dar espectáculo, vender un producto. Todo lo contrario que una pieza de arte cuyo fin queda al margen del mercado. Como apuntó con sabiduría el albañil marroquí: “El que entra no sale”.

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