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El espejo deformante de Crimea

Andrés Ortega

España, las varias Españas, se han mirado en el espejo de Crimea y no se han gustado. No se han sentido nada cómodas. Para empezar, en Cataluña. Artur Mas, tras el traspiés al respecto de Francesc Homs, ha querido alejarse cuanto fuera posible de ese espectro. Y lo ha rechazado. Sobre todo ante la acusación occidental de que el referéndum y la anexión de Crimea a la Federación Rusa han sido contrarios a la legalidad internacional (desde el Acta de Helsinki a diversos acuerdos que rodearon la independencia de Ucrania), aunque parta de un derecho a la autodeterminación que cada cual ha querido utilizar o rechazar a su manera. Y la legalidad internacional es importante para una parte del independentismo catalán que sabe que si ya el movimiento proindependencia de por sí no despierta ninguna simpatía en el resto de Europa, una declaración unilateral de independencia –“hacer una diu”, se dice ahora en Barcelona, algo que últimamente ha aireado hasta el propio Mas– causaría un rechazo directo. Sin duda sería preferible que con Crimea no se levantara esta alfombra.

El Gobierno y el PP también lo han entendido y se han lanzado en tromba para utilizar el caso de Crimea contra el independentismo catalán, aunque al hacerlo siguen contribuyendo a internacionalizar el caso, algo que se evitó en un principio pero que ahora vuelve con fuerza sobre todo cuando el que más habla de Cataluña es el ministro de Asuntos Exteriores.

Pero el gobierno tiene sus propios problemas con Crimea y en general con toda la crisis ucraniana. Sigue –para empezar y ya casi solo en Europa occidental– en el no reconocimiento de la independencia de Kosovo (que marcó el anterior gobierno socialista), un caso que ahora le ha servido a Putin de precedente que esgrimir, un poco a modo de venganza.

España, aunque se la suele clasificar entre los países “blandos” o “reticentes” con Rusia, se ha alineado con el resto de los países europeos frente a Moscú. Aunque bien es verdad que las primeras sanciones de la UE (y de EEUU) son bastante mínimas, y aunque el Consejo Europeo debía debatirlo anoche, sólo se planteaba una escalada real si Rusia interviene en lo que queda de Ucrania u otros lugares. La unidad de la UE es sólo aparente. Hay demasiados intereses contrapuestos en juego. Incluso para replantear una revisión a fondo de las relaciones con Rusia que comienza por un estudio sobre la reducción de la dependencia energética, lo que no resulta nada fácil ni barato.

Para España, Rusia es un socio que en los últimos años ha cobrado mucha importancia para este país, no sólo por las empresas españolas que están allí crecientemente presentes, sino también por el millón de turistas rusos, gastones, que visitan España cada año y por el hecho de que Rusia se ha convertido en el segundo suministrador de petróleo para España. Aunque en otras circunstancias España ha aceptado sanciones internacionales en contra de sus intereses, por ejemplo, contra Irán. Pero no ha pasado desapercibido en varias cancillerías europeas la buena recepción que se dispensó al ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergéi Lavrov, cuando visitó Madrid a principios de este mes y fue recibido por el presidente del Gobierno y por el rey. Un trato de favor, pese a las críticas públicas hacia Rusia por su actitud ante Ucrania y sobre todo en Crimea.

Ya desde hace algunos años como consecuencia de la crisis, los intereses económicos predominan en el diseño de la política exterior española y europea. Pesa más la geoeconomía que la geopolítica. Pero lo ocurrido demuestra que ésta nunca desaparece. Al cabo, habrá que mirar más lejos, de Lisboa a Vladivostok, como ha apuntado, entre otros, el propio García Margallo. Aunque, de momento, las cosas entre Rusia y Europa (y Occidente) habrán de empeorar antes de poder empezar a mejorar. Europa también se mira en este espejo y no se encuentra.

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