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El fracaso de la estrategia maximalista de Podemos

Irene Montero, Íñigo Errejón y Pablo Iglesias, en el debate de investidura.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Besos y cal viva. Una extraña argamasa para construir un pacto. No sabemos qué idea tiene Pablo Iglesias de un romance, pero más bien parece proceder de las obras de Shakespeare en las que corre la sangre. Algo de amor puede haber, pero para alcanzarlo hay que atravesar un camino de tormentos. Pocos querrían atravesar esa senda si deben fiarlo todo a una palabra que puede cambiar al día siguiente.

El fracaso de la investidura de Pedro Sánchez nos arroja al probable escenario de una repetición de las elecciones al no haber otra alternativa viable. Mariano Rajoy dice ahora que no es “rencoroso”, como si él fuera la doncella ofendida en una obra de teatro, cuando es la opinión pública, o la mayor parte de ella, la que podría sentirse ofendida por la persistencia de un político íntimamente ligado a la corrupción en ignorar el mensaje ofrecido por las urnas y por los partidos que podrían servirle de salvavidas, PSOE y Ciudadanos, que no parecen muy dispuestos a lanzarle un cabo.

Pactar en política significa ceder. Un acuerdo es imposible si la única opción que se ofrece al otro es aceptar las condiciones entregadas o perecer. Podemos ofreció en un primer momento al PSOE un pacto sin doble lenguaje ni intenciones secretas. Un Gobierno de coalición para el que presentó, antes de comenzar las conversaciones, a sus nombres para ocupar los puestos ministeriales.

Pero era un todo o nada que a un Pedro Sánchez que no cuenta en su partido con el control que Iglesias tiene del suyo debía de parecerle un salto a lo desconocido. Es cierto que la reacción airada de muchos barones socialistas –que se sentían insultados al ver que otro partido les ofrecía llegar a la Moncloa (no un regalo menor si tenemos en cuenta que se habían quedado en 90 escaños)– demostraba hasta qué punto Sánchez debía manejarse con la cautela de un especialista en explosivos. Debía ser un proceso lento y meditado que no podía limitarse a elegir entre cortar el cable rojo o el cable azul.

Luego vino el pacto de PSOE con Ciudadanos, la sesión de investidura y la votación fracasada. Sánchez hizo una elección estratégica que resultó ser un error: cerrar un pacto con puntos y comas con el partido de Albert Rivera y luego plantear a Podemos que eso era lo máximo a lo que podían aspirar, más allá de concretar algunas cifras en relación al gasto social. Luego, repartió unos folios a Podemos y los otros grupos de la confluencia con propuestas diferentes a cada uno. Con una promesa de más fondos para Cataluña en la carta enviada a En Comú-Podem, no sé si pensando en que a los catalanes se les convence con dinero y con eso está todo hecho.

La respuesta era previsible. Nadie quiere ser segundo plato ni quedar plantado ante la opción de hacer presidente a alguien que de entrada está atado a los términos de un acuerdo con otro partido.

Pocas opciones le quedaban a Podemos, salvo el no a la investidura, pero hay que decir que sus propias decisiones habían contribuido a ese desenlace.

Los acuerdos no se basan sólo en los puntos concretos que aparecen en su texto. Tiene mucho que ver con la confianza que se inspiran los interlocutores. A fin de cuentas, acuerdos firmados con sangre sobre el soporte más sólido han quedado rotos sin que eso impidiera a cada uno de los signatarios acusar al otro de ser el responsable de la ruptura. En política, jamás significa de momento.

En ese aspecto, la estrategia de Iglesias es difícil de entender. Acusar a Sánchez de formar parte del mismo partido que hizo posible el terrorismo de Estado en los años 80 –lo que es cierto– escasamente inspirará confianza al líder que tenía unos 10 años cuando se produjeron esos hechos y que tendría que asumir un considerable desgaste interno en su formación si llegara a un acuerdo con Podemos. Lanzar una invitación al amor al día siguiente no contribuye a cerrar la herida, sino a crear confusión. Los políticos desconfían de la improvisación. Lo que se sale del guión les pone nerviosos, en especial si no sólo tienen que vigilar el horizonte, sino también su retaguardia, como le ocurre a Sánchez.

¿Puede la nueva política romper esas reglas, al igual que otras mucho más importantes y más perniciosas, y salir ganando? Juan Torres López cree que no. El economista que colaboró en la primera propuesta económica lanzada por Podemos opina que el partido ha cometido un error al responder a la agresividad extrema del establishment político (es decir, los otros partidos y los grandes medios de comunicación) con la misma arrogancia y agresividad de sus enemigos:

“La trampa en la que cae Podemos es responder a la prepotencia del poder oligárquico con arrogancia y chulería; a los continuos intentos que se hacen para excluir su disidencia con un discurso frentista que le separa de las grandes mayorías sociales. Su error fatal, creo yo, es hacer del lenguaje político una variación del espectáculo televisivo, una provocación constante y no ser consciente de cómo es y qué desea la inmensa mayoría de la gente común de España, a quien (según me parece a mí) no le va tanta bronca, ni el macarrismo, ni las faltas de respeto a los demás o a las formas más elementales de convivencia formal entre personas educadas. Se equivoca a mi juicio Podemos haciendo una interpretación masculina, agresiva, competitiva y tacticista de la política.”

Hay un núcleo duro de votantes de Podemos que sólo tiene una respuesta a un escenario político de la máxima complejidad: leña, leña y leña. Es lo que podríamos llamar la visión “masculina” de la política, repleta de testosterona y agresividad. El pequeño y sucio secreto es que esa tendencia no es ninguna novedad y existe en todos los partidos. Es lo mismo que el “dales caña, Alfonso” con el que jaleaban a Guerra en los mítines del PSOE de los 80. Para eso estaba Guerra, para dar caña en los mítines a la derecha, que no en los Consejos de Ministros, donde se limitaba a hacer de testigo silencioso de la política económica de Boyer y Solchaga.

Torres no pide pragmatismo, sino realismo, es decir, no actuar “como si la correlación de fuerzas fuera otra de la que realmente existe”. A lo que habría que añadir no actuar como si el destino estuviera ya escrito, como si el PSOE estuviera condenado a desaparecer y Podemos sólo tuviera que esperar sentado a la espera de que pase el cadáver del rival.

Por citar un chiste muy viejo, hay que recordar la pregunta que dice: ¿cómo hacen el amor los puercoespines? (Respuesta: con mucho cuidado). Algo así necesitarían el PSOE y Podemos, y no saltar uno sobre el otro.

De muchas de las declaraciones de Iglesias se deduce que está dispuesto a encontrar un punto intermedio entre su posición y la del PSOE; al escuchar otras hay que pensar que le está perdonando la vida a Sánchez o conteniendo la respiración para no contaminarse con la cercanía a su partido. Por todo ello, a día de hoy, es difícil saber si el pacto entre el PSOE y Podemos es posible, ahora o a partir de junio. Lo que sí es seguro es que ese hipotético acuerdo es el único punto de partida para que Rajoy abandone la Moncloa.

Con esta “estrategia maximalista”, en expresión de Juan Torres, lo que ha conseguido Iglesias es reforzar la posición de Pedro Sánchez en el PSOE de cara a la segunda cita en las urnas. Ha hecho que le sea más fácil pactar con Ciudadanos. De momento, no ha conseguido obligar al PSOE a caer en los brazos de la gran coalición con el PP. Y se supone que tu estrategia debe tener como prioridad reforzar tus posiciones, no las de tu rival.

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