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Los fabulosos cuentos de los Hermanos Grima

Mariano Rajoy

Maruja Torres

Todos en el Partido Popular mienten. La mentira es su forma de relacionarse con nosotros. El cinismo es su caballo de batalla. La mistificación, su resumen del pasado social que forjaron durante su último mandato, especialmente, aunque habrá que ver que su descaro emana directamente de su actitud durante el 11-M. La fabulación es el programa que nos ofrecen para el futuro. Mienten tanto, que su sola presencia ya ofende.

Es mentira la campechanía de Rajoy, con esa sonrisa inconsistente, de miedica, cada vez que se hacen con él una selfie, y miente también el presidente cuando sugiere, acusando a otros de brotar de las tertulias, que el PP es un partido de fuste democrático. Proviene de la rancia Alianza Popular, que se creó para adaptar el franquismo a la democracia -en España, todo es posible-, y seguir detentando el poder, aunque fuera en parte.

Es mentira la bonhomía funcionarial del ministro Catalá, cuando niega que su formación haya contagiado de politiquería a la Justicia. Es mentira la sonrisa versallesca de Luis de Guindos, lo mismo cuando la muestra en Bruselas que cuando nos la despliega. Son mentira los bailes de peonza coreografiada de la vicepresidenta, aunque no tan mentira como sus ocurrencias de los viernes. Son mentira las excusas de Fernández Díaz cuando justifica sus compadreos con el imputado Rato, y es mentira su fe de cuchillas que no caen en su propia espalda, aunque puede concederse que el caballero se cilicie de gusto en la intimidad.

Todos los nombrados, y unos cuantos más, mienten con tranquilidad a la peonada en su cortijo, mienten como si hablaran de verdades, y es posible que, todavía, muchos les crean, al igual que creyeron sus promesas electorales anteriores, desmentidas luego por sus hechos y por los intolerables resultados de esas acciones.

Pero el teatro organizado por el partido gobernante y el gobierno partidante parece un coro de vírgenes sin condecorar bailando el cancán disciplinadamente y en sordina, en comparación con ese solista, ese fustigador de los agudos, ese Farinelli del insulto y la bajeza verbal que es Rafael Hernando. Cuando le veo pienso en salir corriendo, pienso en esos señoritos que, sentados en un taburete de un bar que al atardecer se llena de ligues, ronronean desprecios contra las mujeres que no son de su agrado. Puedo imaginarle en los toros, pidiendo más sangre desde el tendido, y también me recuerda a los protagonistas de las malas novelas decimonónicas, que trepaban socialmente sin mirar lo que pisaban. Rafael Hernando me recuerda a los amigos juerguistas del héroe que luego se arrepiente en películas de Cifesa tipo Balarrasa, a ladrones del honor de doncellas sin amor redentor y a tahures del Misisipi sin gracia. Todo ello supuestamente, claro.

Quitárnoslos de encima se va haciendo más imperativo. No sólo por lo que han hecho y por lo que nos tememos que harán. También por lo que dicen, y por cómo nos deshonra escucharlos ni que sea un instante.

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